jueves, 31 de marzo de 2011

La pipa y el murciélago


En La Habana lo mimaron siempre, no se podría decir otra cosa. Lo he visto llegando en primera clase de Iberia y entrando por la puerta de protocolo, entrando a un salón VIP donde lo esperaba su amigo Pablo Milanés junto a la prensa nacional, entre la que figuraba este servidor.
Flores en un centro de mesa; rones exquisitos; juegos de living tapizados con piel; un salón, en fin, diáfano. Después de tantas horas de vuelo es la mejor recepción para un viajero, sin pasar controles de aeropuerto en los que abunda la mirada fría. Estaba allí una joven llamada Vicky, morena, con el pelo corto. Era la máxima autoridad del salón; era la representante del gobierno en nombre de la juventud comunista.
Joaquín Sabina, que luego ofrecería un concierto en el Teatro Karl Marx, atravesó la parafernalia sin mayores dificultades, para caer cómodamente en los brazos de Pablo Milanés. Los de la prensa preguntamos cuatro chorradas como siempre, porque en Cuba los periodistas acostumbramos a preguntar casi nada. Nos ceñimos a un guión, folleto, díptico o tríptico que nos dan impreso. Estamos en las recepciones para figurar, para hacer la foto y para tomar ron y bocadillos.
Ya le habían derrumbado la Fundación que llevaba el nombre de su amigo cantautor, porque, según se dijo extraoficialmente en aquella época, Pablo le estaba haciendo competencia al Ministerio de Cultura. Un golpe bajo, sin dudas, que los dolientes directos fueron capaces de pasar por alto. Sabina no tuvo reparos en reunirse con el dictador más tarde, hacerse fotos, en fin, con Fidel, abrazadísimos los dos. Ese camaleón verde y viejo no le haría daño directamente a él, aunque sí a millones de cubanos que hemos tenido que elegir entre la miseria y el exilio.
No es comprensible que ahora, ante una eventual visita a Miami y gira artística por los Estados Unidos, Sabina afloje diciendo que “Cuba ha sido un fracaso histórico”. No, señor. En todo caso el error lo ha cometido el Estado. Los nacionales no tenemos la culpa de ese fracaso.
Siga usted fumando tranquilamente y disfrutando de las noches bohemias en donde quiera que vaya. Piense antes de hablar y, por favor, respete al pueblo que admira sus letras.

Foto del autor tomada en la extinta Fundación Pablo Milanés, en La Habana, 1994.
Nota: Joaquín Sabina anda de gira por Latinoamérica en estos días, presentando el espectáculo El penúltimo tren. En Montevideo ha sido noticia, además, por fumarse un cigarrillo durante una rueda de prensa en un sitio público con prohibición para el tabaco. La actitud rebelde del artista -quien fue avisado de la prohibición- le ha costado una multa al hotel Sheraton de la capital uruguaya.

lunes, 28 de marzo de 2011

Cuatro tanquistas y un perro (III y final)



No solo a Mirelles le encantaban los animales. A nuestro conductor, un tipo que parecía vivir en otra dimensión, también. Ortiz tenía designado un nombre de la fauna universal para cada persona, objeto o armamento. A nuestro blindado, que había sido un tanque de instrucción y estaba, sin lugar a dudas, listo para el desguace, le puso La Perra. Todavía no sé exactamente por qué utilizó el género femenino, cuando debió ser el masculino.
En su mundo, es posible que haya visto el vehículo/escuela como un surtidor lácteo del que se enganchaban los nuevos reclutas para sacarle todo el alimento; sin miedo a “rayar” el fuselaje o a enfangar las potentes esteras de hierro macizo. La Perra estaba bien como imagen: Siempre sucia y, de veras, estaba percudida por la tierra roja. Debió ser de los primeros T-55 enviados a Cuba por Jrushchov, tal vez usado, de segunda mano. No tenía ametralladora antiaérea ni estaba artillado durante los períodos largos de mantenimiento en los cuarteles, donde hacíamos la mayor parte de la vida. Y la gran envidia de otros: Al regresar de maniobras, por reglamento, mi dotación no estaba obligada a limpiar el tren de rodaje; quiero decir: no teníamos que dar mandarria para sacar el barro endurecido.
También supuse que Ortiz se refería a La Perra por el sonido rasposo del motor, un quejido grave y particular que lográbamos identificar incluso a distancia. Primero veíamos pasar a Ortiz con el overol remangado hasta la cintura y, a los pocos minutos, rugía el animal. Los conductores/mecánicos eran electrones libres que pasaban más tiempo en el parqueo que en las barracas. Las manos de Ortiz iban de negro permanente de tanta grasa y petróleo acumulados entre las uñas y la piel. Aún así, se comía las uñas. Tenía nariz aguileña y ostentaba un sinfín de espinillas en el rostro, como pecas, pero oscuras. Eran puntitos viejos, afincados en el cutis como mismo se fija el fango seco entre las celosías de las esteras del tanque: con fuerza.
Había perdido algunos trozos de los dientes superiores, ennegrecidos incisivos por el abandono y por los malos hábitos alimenticios. Pero era simpático; era un tipo de campo con ojillos pícaros que no se metía en la vida de nadie; vivía para “matar la jugada” –matar el tiempo- entre las estopas sucias guardadas como un tesoro en la caja de herramientas.
Si no recuerdo mal, el motor de un T-55 estaba dotado de 12 cilindros en V, seis por cada lado. Tenía una potencia de 520 caballos. Los discos del embrague eran enormes y, como mismo le sucede a un automóvil cualquiera, a veces se quemaban de tanta fricción. Ortiz y La Perra era un dúo inseparable de marido y mujer. Muchas veces, aun siendo mi subordinado, le costaba darme las “llaves” para llevarlo yo y disfrutar de una conducción en columna en los traslados de misión, en los que, si no había algún jefe importante, se podía correr un poquito. Muchos años después, sentado al volante de un coche de autoescuela de Barcelona, recordé aquellos días ingenuos en los que Ortiz, Mirelles, Fustier y yo, con el tanque, mordíamos el polvo del polígono de entrenamientos de Jejenes, enmascarados en un ejercicio de vanidad cuando mirábamos a la infantería de a pie corriendo por debajo. Recordé nuestra fascinación por escaparnos con el blindado a comprar tabaco, a un caserío pobre de las inmediaciones de Pinar del Río donde nos veían llegar como libertadores o marcianos, en una nave espacial a la que, cariñosamente, llamábamos La Perra.
El profesor de autoescuela debió verme perdido en el tiempo cuando me preguntó si yo había conducido alguna vez y le respondí que sí, que un tanque de guerra. Y se acojonó, faltaría más.
De Mirelles, Ortiz y Fustier (el Cocuyo) no he vuelto a saber. Hace 26 años que los vi alejarse gradualmente por un camino de tierra, vestidos de civil.

Foto del autor

viernes, 25 de marzo de 2011

Cuatro tanquistas y un perro (II)



El nombre utilizado para el animalito no era casual. Fue una especie de enmascaramiento por humo –una cortina subrepticia- de cara a la compañía que, si no recuerdo mal, tenía siete dotaciones completas. Cocuyo era el apodo que llevaba el cargador de mi tanque, pero no se le podía decir de frente porque se enfadaba mucho. Es por esto que se nos ocurrió nombrar así al perro para no molestar a nadie directamente y, de paso, no se perdiera el gracioso sobrenombre de un insecto de campo.
Mi cargador era de apellido Fustier, natural del reparto Juanelo, en el capitalino municipio de San Miguel del Padrón. De verdad parecía un cocuyo. Su cuerpo era de extrema delgadez, la piel negra, brillante, y los ojos salidos como dos bombillas ahorradoras, de esas que gastan poco pero alumbran increíblemente mucho, con las esferas abultadas y blancas como la masa de coco. Era guapetón, pero no en el sentido español que alude a la belleza física; sino en la línea popular del léxico cubano, que se refiere, a veces, al coraje. Sus manos volaban como si fuera un ilusionista dentro de la mole de hierro, metiendo proyectiles en la recámara y sacando vainas calientes del nicho del retroceso, para que no se atascara el procedimiento y pudiéramos disparar más. Es cierto: a veces, el mando superior nos medía por la cantidad de proyectiles usados en combinación con la de blancos abatidos, por lo que había que ser rápido y tirar hacia adelante en los sentidos de traslación, balística y arrojo. El tiro nocturno era una fiesta de pirotecnia verdosa (las ópticas infrarrojas se ven, paradójicamente, verdes), aderezada con fantásticas conversaciones a través de la radio, teniendo claro, eso sí, el botón que apretaba el jefe de tanque. En el conmutador, una posición era para la comunicación interna y otra para hablar con los jefes de la plana mayor, teniente coroneles, coroneles y generales.
Estos últimos no debían enterarse de nuestras bromas dentro la máquina, aunque, debo confesar, alguna vez apreté incorrectamente el conmutador.
Estoy apelando a la memoria, así que disculpadme si no recuerdo bien algunos datos técnicos. De los 43 proyectiles de 100 milímetros que llevaba el tanque, Cocuyo, digo, Fustier, se bailaba la mitad si uno no estaba por él. Acostumbraba a ponerse el casco de lado –solo para simular que lo llevaba, o tal vez por guapería- y los auriculares no le ajustaban, por lo que no me oía.
-¡Para ya, para, para!- le gritaba con señas adjuntas en medio de un ruido ensordecedor provocado por su artillería y el ruido del motor.
Por supuesto, cada vez que Cocuyo cargaba, Mirelles apretaba el disparador…y daba en muchos blancos. De manera que todo era una fiesta nada comprendida por el pobre animalito tembloroso, orinado, que llevábamos en un compartimento ubicado debajo de los pies de Fustier. El cargador -¡pobre Fustier!- era el único que no tenía aspillera, de ahí que se perdía ese campo lunar del que los otros podíamos dar fe, todo verde claro, y el suelo como dunas interminables. Así que Cocuyo iba por faena. Parecía una envasadora de atún, una cadena de montaje de autos o algo similar, pero llevada por una sola persona. No tenía la más mínima vocación militar. Su objetivo principal era que pasaran rápido los tres años de servicio y tener las botas lustradas como charol. Quizá por este motivo no le gustaban las maniobras –además de que no veía nada- y metía proyectiles dentro de la recámara sin reparos, con unos guantes de amianto que se había buscado para que el casquillo, que casi le llegaba a la cintura, no le quemara las manos.
Mirelles y el conductor/mecánico que teníamos, los dos guajiros, le daban caña indirectamente hablándole al perro que, por casualidades de la vida, era negro azabache y peligrosamente escuálido cuando lo encontramos. Para dormir, montábamos una casa de campaña con lonas donde nos indicaban emplazar. Esa es una de las ventajas que tiene un tanquista con respecto a un soldado de infantería: siempre vamos con nuestra casa a todas partes. Aquella vivienda, casi hogar, pesaba 36 toneladas y era un polvorín itinerante.
Me consta que, al margen de las bromas que le hacíamos a Cocuyo –a Fustier, quise decir-, lo queríamos y lo cuidábamos como a una piedra preciosa. De su manipulación rápida, ciega, dependía que voláramos en veinte mil pedazos.

(Continuará…)

En la foto, un T-55 utilizado en Afganistán. Los soviéticos surtieron de esta poderosa máquina a todas sus dependencias; algunas, incluso, devolvieron el “favor” a cañonazos.
El T-55 comenzó a construirse al terminar la Segunda Guerra Mundial. Sustituyó al histórico T-34 del ejército rojo.

jueves, 24 de marzo de 2011

Cuatro tanquistas y un perro (I)



Mi jefe de tanque, de apellido Mirelles y nacido y criado en Media Luna, en el oriente del país, pasó a ser el artillero; o sea, mi subordinado. Fue él quien me enseñó todos los manejos dentro y fuera del blindado, pero, casi a punto de terminar su servicio obligatorio, una regulación estatutaria lo bajó de cargo por no ser bachiller. Y también lo bajó de asiento.
De estar sentado encima de mí, dentro del escaso espacio de la torreta del tanque, pasó a ocupar la sillita intrincada del colimador, precisamente el lugar más incómodo y la vez el que más nervios producía. Mis botas, en maniobras, jugaban pisándole las charreteras.
Mirelles, un veterano de Vaca Muerta –donde estaba el enclave de “nuestros puños de acero”-era un gordito tranquilo que retozaba todo el tiempo con la zoofilia. No tenía reparos en confesar sus escapadas al monte para copular con terneras y yeguas amarradas a un árbol; él estratégicamente colocado en un promontorio. Era tan noble y sabio que no me cabía en la cabeza la imagen hasta que un día lo vi.
Cuando lo bajaron de categoría, asumió mi jefatura como lo que era: un trámite. Sabía perfectamente que en combate real o ficticio nos cambiaríamos de lugar sin que nadie nos viera. Entonces nunca fue contra mí. Todo lo inverso: me enseñó los trucos posibles para perderle el miedo a los cañonazos y a los golpes que, inevitablemente, sufrimos los tanquistas con tanto hierro fundido por todas partes. El terror mío pasó del momento del disparo a la posibilidad de trozarme uno o varios dedos con las escotillas.
La primera vez que disparé un proyectil de 100 milímetros –esas balas me llegaban al pecho de altura - fue Mirelles quien, por interno, me puso como un zapato. Yo tenía tanto miedo al retroceso del cañón –dicen que, al disparar, los tanques retroceden dos panes de estera- que no era capaz de apretar el botón derecho del estabilizador. Estuve a punto de orinarme del miedo. Recuerdo que dimos en el blanco de una manera espectacular: reventándolo y haciéndolo volar por los aires. Mirelles se puso muy contento porque su técnica de apuntar a la base de los blancos –unas figuras inmensas de saco y armazón de cabillas- denotaba su estilo bravucón en la hora cero. Para que nadie lo confundiera con lo que era, con un tipo apocado.
También quiso enseñarme a ligar con los animales, pero solo logró impartir unas cuantas clases teóricas.
Era un hombre de campo, rudo pero con sentimiento. Tal vez por esta razón me permitió acoger en nuestra casa blindada a un perrito que encontramos vagando, durante unas maniobras que duraron un par de meses. O porque, en fin, el jefe era yo y este servidor tendría que asumir las responsabilidades.
Cocuyo –así bautizamos al pobre animal- estuvo con nosotros hasta que nos fuimos de vuelta a Vaca Muerta, soportando cañonazos, y vaivenes, con el rabo entre las patas; eso sí, comiendo bien y durmiendo como un rey entre las mantas de Mirelles, el campesino.
Todos éramos, más o menos, de la misma generación y habíamos vivido con sobresaltos una serie comunista titulada Cuatro tanquistas y un perro. Lo que no sabíamos de antemano era que, de la televisión al campo de batalla, teníamos un camino muy corto.

(Continuará…)

Foto: Goran Tomasevich, Reuter. Un tanquista libio en tiempo de descanso.

lunes, 21 de marzo de 2011

Hubiera sido un mercenario…


Nadie, solo la casualidad, me salvó de ser enviado a la guerra de Angola, junto a la dotación, bajo mi mando, de un T-55 soviético. Yo entonces era jefe de tanque, sargento de tercera, pero llegué a ese puesto sin querer. Mientras duraron esos tres años, reclutado por el servicio militar obligatorio cubano, el batallón al que pertenecía se preparaba para sustituir a otro en Angola.
La orden de relevo no llegó.
Logré desmovilizarme y alistarme en la universidad. Me hice periodista cultural –nada más lejos de aquel sargento que, en maniobras, llevaba una makarov con balas reales en la cintura- y muchos años después encontré una entrevista que me hicieron en pleno campo de entrenamiento. Publicado por el periódico Bastión, de las Fuerzas Armadas de la isla, el reportaje lo tenía guardado mi padre en un dossier de prensa que recogía textos míos de todo tipo. En un pie de foto declaraba mis deseos de estudiar Periodismo.
Si me hubieran dado la orden de embarcar hacia Angola, hubiera ido, porque entonces no tenía valor para decir que no. El servicio militar en Cuba es el ejército regular, por donde muchos pasamos sin vocación castrense alguna.
En aquellos tiempos de la guerra, desgraciarnos la vida era una ruleta rusa –nunca mejor dicho. Aunque todavía se sigue escribiendo la historia íntegra, documentada, en uno o varios volúmenes, la realidad demostró que aquello fue una carnicería. Los soldados cubanos que no murieron allí, regresaron locos y, cuanto menos, traumatizados.
Sobre todo por el absurdo de aquella contienda sofocada con plomo a miles de kilómetros de distancia, de la que muchos combatientes cubanos volvieron con medallas –a falta de piernas- sin saber bien qué hacían allí. La recompensa de éstos rápidamente se desfiguró, se perdió con el vacío del desplome del llamado campo socialista. Lo que quiere decir que no hubo recompensa. Fueron mercenarios sin sueldo jugándose el pellejo en la selva africana, engañados por un sistema que decía hacer justicia social.
No pocos han terminado en Miami, bebiendo el ron amargo del exilio y prohibiendo expresamente que le toquen el tema.
Cuando veo los tanques de Gadafi destruidos a cañonazos, como el de la foto, que es idéntico al que manejé, me pregunto cómo pude estar metido allí dentro.

Foto: Patrick Baz, AFP

viernes, 18 de marzo de 2011

¿Quién le pone el cascabel a Gadafi?


Según la metáfora cubana usada para significar el descontrol hacia una persona, el dictador libio hace mucho tiempo anda suelto y sin vacunar. Los tiranos creen que son infalibles y terminan intoxicados de locura, rodeados de adulones y crecidos en la superficie de un pantano; pero tarde o temprano terminan hundidos, ya sea por la justicia o por su propio delirio.
Todo el mundo está al tanto de la enfermedad que padecen estos seres díscolos y, mientras no le duele directamente, por una u otra razón, ese mismo mundo deja correr el tiempo. Es por ello que estamos hablando de 40 años de dictadura y terrorismo del jeque libio. Aunque el tiempo sea un factor relativo, no deja de ser aberrante que Gadafi, Fidel Castro o cualquier caudillo africano continúen emitiendo órdenes para masacrar a sus respectivos pueblos, desde la metralla directamente o desde el genocidio de desgaste psicológico y alimenticio que, por ejemplo, llevan los cubanos hace medio siglo.
La vida es una sola; así que hay que respetársela a quien, por decreto estatal, no puede protestar en la calle ni siquiera marcharse de su pantano. Hay que vivir la falta de perspectiva, la circunstancia, terrible, de estar rodeado de agua por todas partes, la asfixia colectiva y la peor epidemia, la doble moral, para saber lo que es una dictadura.
Ayer Gadafi, cuando ya sabía que se estaba preparando un cerco internacional contra él, decía, sin que le quedara nada por dentro, que entraría victorioso por las calles de Trípoli como mismo Franco lo hizo en Madrid. ¿Es necesario soportar semejante ofensa a la humanidad?
Pero bien, siempre hay personas acomodadas en las ciudades europeas que no quieren oír el reclamo de los oprimidos. Y estos últimos lo que piden es que le saquen de encima al monstruo, sea como sea.
Es preferible un mes de contienda bélica sobre sus cabezas que toda una vida mangoneada por un loco.
Está visto y comprobado que las dictaduras son hereditarias.
Esperemos que las fuerzas armadas de coalición sepan hacer bien las cosas y haya el menor número de víctimas posible dentro de la población civil.
Gadafi y su familia tienen las horas contadas. Ojalá a este demente se lo lleve pronto un rabo de nube, porque no merece estar en la Tierra.

jueves, 17 de marzo de 2011

Miedo atómico



Puntualísima coartada para Gadafi

Crece el miedo y lo peor es que no hay a quien creerle, si al gobierno nipón o a lo que dice la prensa internacional. Da más pánico todavía el marasmo informativo que obliga a multiplicar los panes y los peces de las redacciones de todo el mundo. Hacen zafra; es el momento de los editores y reporteros que luchan por su momento de gloria ubicados cerca del desastre.
¿Y las miles de víctimas mortales del meteoro?
Continúan saliendo por debajo de los titulares de prensa, como un dato complementario.
El alarmismo hace dibujar un hongo inmenso en el cielo, mientras duerme tranquilo el subconsciente del mundo, allende los mares. Los familiares de españoles radicados en Japón suplican que éstos se marchen del archipiélago, con lloros telefónicos nada preocupados por los números de las facturas.
Sálvese quien pueda.
¿Y Gadafi qué?
Aprovechando la coyuntura. Aprovechando la cobertura está.
Si hace unos pocos días nos preocupaba el futuro de Libia, hoy Japón nos interesa más.
¿Por qué arriesgamos tan poco y dejamos que la prensa dirija nuestro día a día, sabiendo, incluso, que los que la fabrican están tan pendientes de sus nóminas como nosotros mismos?
Son demasiadas preguntas diluidas entre apocalípticos titulares. Parece que el mundo se va a acabar.
Me ha venido a la mente un pensamiento balsámico, que me hace ponerme en el lugar de otra persona:
Tengo una hermana llamada Hiroshima, cubana de nacimiento y radicada en Miami. Como se puede pensar, el cuadro es un pastiche perfecto. La nombraron así oportunamente (¿oportunistamente?) como recuerdo a las víctimas del bombardeo nuclear de 1945 sobre el pueblo homónimo de Japón. Ella ha conseguido, sin quererlo, que la llamen cariñosamente Hiro, pero siempre hay un jodedor que, con copas o sin copas, le lanza la siguiente pregunta:
-¿…y Nagasaki?¿Dónde está?

Nota: Esta historia es verídica.
Foto tomada de La Vanguardia.

martes, 15 de marzo de 2011

Máscaras



Españoles en el Mundo, el programa semanal que emite TVE, por fin visita La Habana. Así lo dijo orgullosa la reportera Tirma Pérez, sentada como una estrella del carnaval en las faldas de un Ford descapotable de los años 50.
Ese “por fin” vino a confirmar la sospecha de que algo pasaba con la agenda cubana de estos documentales folclóricos que nos vende cada martes la televisión pública. Se hizo esperar, aun a sabiendas de que los nexos históricos –anteriores y posteriores a la revolución castrista- son suficientemente importantes en la península, por muchas razones sentimentales. La mayor parte del refranero popular cubano nos viene de aquí.
“Más se perdió en la guerra de Cuba”, cuando se rompe un sueño cualquiera.
También no era de extrañar que el periplo habanero fuera una postal costumbrista bañada de pátinas superficiales. En definitiva, viendo otras ciudades por ellos mismos, uno concluye que el objetivo primordial es mostrar lo bien que viven los españoles en cualquier confín del planeta, lo felices que son en su destino elegido por voluntad propia, aunque solo arrancaran con el dinero suficiente para el billete de avión.
Es un programa que no pretende profundizar en nada pero sí dejarnos las ansias del explorador, al menos inyectarnos directamente en vena la duda de si estamos bien situados. Porque lo que sí está claro es que hoy por hoy cualquier español puede largarse de su país sin pedirle permiso a nadie.
Todo lo contrario de esa Cuba alegre y sensual mostrada anoche sin vergüenza, esa isla maniatada a las costumbres de una dictadura cincuentenaria a la que muchas veces no conviene mirar de frente. Porque los españoles entrevistados, que viven allí como reyes del mambo, hacen las concesiones necesarias para poder gozar de esos pequeños privilegios que les ha dado la vida. ¿O es que narraron a la cámara que por emitir un juicio político equivocado se puede terminar en la cárcel y los editores de TVE segaron el material?
De las historias personales de diversa índole que presentó el metraje, me quedo procesando la de Juanita Mateo, aquella peluquera de la high life habanera cuyo nombre siempre sonó asociado a los círculos de poder, y hasta anoche no pude ponerle rostro. Natural de Vilafranca del Penedés, no muy lejos de donde yo vivo ahora, fue contratada hace muchos años para poner estilismo en las vidas de las mujeres de los ministros, viceministros, militares de alto rango y todo ejemplar de compañero y compañera que integraba la élite de la revolución. Por supuesto, se enamoró de La Habana y se llevó a sus hijos para allá.
En el documental, Juanita, con un profundo acento catalán que lucha contra el tiempo, mostró sus fotos con Fidel y además la casona señorial de uno de sus retoños, situada en el otrora lujoso barrio residencial de El Vedado. Quizá fue un mensaje para esta Catalunya trabajadora donde es tan común hacerse de una hipoteca eterna por una vivienda de unos 50 metros cuadrados.
-¡Vean esto. Es posible hacer las Américas en cualquier época y al precio que sea necesario!- pareció entendérsele entre líneas.
Los que venimos de allá, huyendo de la dictadura, sabemos perfectamente lo que hay detrás del telón.

Foto de María García
Un plano como este, del Capitolio de La Habana, mostraba anoche Españoles en el Mundo.

lunes, 14 de marzo de 2011

Nacerá el sol, una vez más



De pequeños, en tiempo de clases, nos encantaba trasladarnos hacia el balneario de Tarará, para continuar allí las materias en un emplazamiento a cielo abierto, con nuestros profesores de siempre y la ilusión de tomar yogures a borbotones por las noches. No sabíamos entonces que ese mismo lugar iba a ser un centro de curación y recreo para niños ucranianos, víctimas del terrible accidente nuclear ocurrido en 1986 en las cercanías de Kiev.
Luego, los vimos llegar y compartimos mar con esos inocentes que, para nuestro total asombro, llevaban las cabezas rapadas y el cuerpo manchado de vitiligo. Eran recién nacidos o nacidos después en la zona radiactiva, pero se les veía felices, jugando con las pequeñas olas espumosas que entrega el Mar Caribe cuando toca esa arena blanca de la costa norte de Cuba. Esos niños –me los encontré todavía de adulto en Tarará, porque mi familia conservaba una casita en esa playa cercana a la capital- tendrán hoy cerca de veinte años. Yo no los he podido olvidar nunca, en primer lugar porque me pareció trágico tener que viajar desde tan lejos para tomar el sol y jugar con la arena.
Los he vuelto a recordar viendo las imágenes dantescas del terremoto de Japón, las imágenes del mar de leva o tsunami que sucedió a ese desastre natural para el que no encontramos más que compañía espiritual en la distancia. Hay pueblos enteros desaparecidos bajo el agua salada, gente deambulando entre el barro y barcos estacionados en los semáforos de las ciudades. De la misma manera desparecieron trenes que, lógicamente, circulaban por tierra. Es altamente asombroso lo que está ocurriendo con la naturaleza en diferentes confines del mundo. Es para asustarse de veras. Y ahora, para colmo, los nipones vuelven a sufrir el acoso nuclear.
Estamos a la espera de que se enfríen los reactores de la ciudad de Fukushima para poder respirar sin que se nos cierre el pecho. Japón es un ejemplo de perseverancia, aplomo y diplomacia en la historia de la humanidad, aún cuando sus emperadores algún día decidieron invadir la Manchuria y este capricho expansionista provocara la Segunda Guerra Mundial. Pero el pueblo de Japón, luego de ser blanco de las bombas atómicas, supo hacer las paces elegantemente con los norteamericanos. Y luego les vendió a los gringos su tecnología electrónica y automovilística (de las mejores del mundo).
Piedra a piedra –en el mejor estilo oriental-, Japón se convirtió en la tercera potencia económica del planeta y estamos seguros de que volverá a sacudirse el polvo de encima en poco tiempo. Eso no nos preocupa tanto como el recalentamiento de los reactores nucleares. Recemos –en el mejor estilo oriental- por que los cielos, aguas y tierras en el país del sol naciente no carguen otra vez con el veneno de la energía atómica. Los niños, esos “locos bajitos”, no merecen manchas de laboratorio en su piel.

Foto toma de El País digital. Y Shimbun (AFP).

viernes, 11 de marzo de 2011

La orilla sur del Mediterráneo también existe


¿El llamado Mundo Árabe entra en la era postislamista?

Aunque todavía escépticos y expectantes, los cuatro humanistas árabes que se presentaron ayer ante el público en Caixa Forum, en Barcelona, gozaban el orgullo de pertenecer a un mundo en revolución; un mundo que, sin lugar a dudas, está dando ahora mismo lecciones de coraje a Occidente.
Hafid Aarab, portavoz de la Liga de Imanes de España; Basel Ramsis, cineasta y bloguero egipcio; Sirin Adlbi, profesora de Estudios Mediterráneos de la Universidad Autónoma de Madrid, y Rachid Aarab, profesor de Historia del Islam de la Universidad Autónoma de Barcelona, expresaron su convencimiento de que las revueltas del Magreb sólo acaban de comenzar y llegarán hasta el Golfo Pérsico, dando lugar a una nueva era y ordenamiento mundial. Es un efecto dominó, dijeron, cada uno en su turno, durante un debate de casi dos horas en el que también el público tomó la palabra.
Tres de ellos, marroquíes asentados en España, en compañía del joven egipcio que estuvo en el centro de las manifestaciones de la plaza Tahrir. Están convencidos de que el mundo árabe busca su dignidad y legitimidad; que no puede bajar el ritmo de reivindicaciones que lleva porque se ha roto el muro del miedo y, además, no hay nada que perder. “Estamos decidiendo nuestro futuro. La velocidad que llevamos hay que medirla por segundos y no por minutos”, aseguró Rachid Aarab, sentado en un extremo del panel. Precisamente, ni él ni sus compatriotas creen en las reformas de descentralización de poder que acaba de anunciar el rey marroquí Mohamed VI, ya que se trata de una estrategia nada democrática, para calmar los ánimos en el vecino país africano.
Por su parte, el cineasta Basel Ramsis, quien ha sido torturado por la policía secreta del depuesto dictador Mubarak, no cree en la benevolencia del ejército, que es quien está ahora dirigiendo Egipto. “Ni en Túnez ni en Egipto hay democracia todavía. Cayeron las cabezas principales pero no el régimen”, expresó con profundo convencimiento de que su país está en un compás de espera, ante la ausencia de líderes populares que puedan garantizar unas elecciones democráticas. Según su punto de vista, es posible que Egipto esté mirando hacia el modelo turco para decidir su futuro.
Con respecto al papel de las redes sociales de internet, utilizadas a diario por él mismo, el creador audiovisual dijo que, en efecto, fueron claves para la convocatoria inicial, pero luego, cuando el gobierno cortó las conexiones, funcionó perfectamente el boca a boca y la gente continuó organizada y firme en la plaza Tahrir. Basel recordó que en los tiempos de la Revolución de Octubre no había Facebook y, sin embargo, triunfó el poder soviético.
Sirin Adlbi, la única mujer del grupo, sentada a la izquierda del moderador, prefirió dirigir el debate hacia el prejuicio que existe en Europa sobre la posible instalación, en los futuros gobiernos, del islamismo radical. Con acento español y un yihab tapándole el cabello y el cuello, aseguró que éste ha sido el argumento perfecto para que los regímenes árabes totalitarios se instauraran en el poder. Y, en este sentido, Afganistán es una metáfora perfecta. ¿No fueron los propios Estados Unidos los que armaron a los talibanes, ahora enemigos, para luchar contra la expansión soviética?, preguntó. “Estamos ahora en plena revolución por la libertad, por nuestros derechos sociales y civiles. En este sentido sí podría hablarse de un postislamismo”, expresó de cara a una sala de reuniones en la que no cabía ni un alfiler.
Pero no concluyó su turno, casi al final, sin recordar por qué Libia se ha sumado a la revolución. Hizo memoria de los actos terroristas cometidos por Gadafi a lo largo de su historia; recapituló que el propio dictador que hoy masacra a su pueblo compró su perdón con millones de dólares y ha sido indultado por presidentes europeos, desde Aznar hasta Berlusconi. Este último, en una escena ridícula y cutre, expuso la profesora, llegó incluso a besarle la mano.
¿Pero por qué, entonces, Estados Unidos y las fuerzas de la OTAN no acaban de intervenir en Libia?, voló la pregunta cuando el moderador Ignacio Cembrero, periodista del El País, anunció que nos quedábamos sin tiempo.
Fue Basel Ramsis, el bloguero egipcio, quien dio una respuesta, más o menos discutible pero que parece tener lógica:
“Están esperando a que se produzca una gran guerra civil en Libia y entonces intervenir, para, de esa manera, comunicar a los demás países árabes que hasta ahí llegó la revolución”.
El momento más dramático de la tarde/noche sobrevino sin dudas cuando nos quedamos sin tiempo. Una mujer del público contó que tiene a su marido e hijo enfrentados en la revuelta libia. En ambos bandos. El periodista de El País no perdió la ocasión para preguntarle:
-¿Y de qué bando es usted?
A la mujer, micrófono en mano y con la sala en absoluto silencio, no le tembló la voz:
-Estoy con mi marido; o sea, con los rebeldes. Él está en Bengasi.

En la foto publicada por El País, dos jóvenes egipcios exigen la salida inmediata del dictador Hosni Mubarak.
Versión de El País, aquí.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Plazos traicioneros



Mientras la comunidad internacional –o las instituciones globales que nos representan- se ponen de acuerdo, el tirano se rearma. Se le está ofreciendo aire a un Gadafi soberbio y cínico que necesita tiempo para no correr la misma suerte de los dictadores de Túnez y Egipto, consecutivamente, que acaban de caer: Que acaban de huir.
Aferrado al poder desde 1969, el déspota libio no ha encontrado otra salida que masacrar a la población para amedrentarla y continuar él en esa especie de trono delirante del que no ha bajado por culpa del olvido. El mundo se olvidó de quién manejaba el petróleo a golpe de porrazos y prohibiciones, pero bien que ese mundo utilizó el mismo crudo para sus asuntos, echando la vista a un lado. ¡Y todavía se lo piensan para emitir una orden consensuada de exclusión en el espacio aéreo libio, una intervención militar cueste lo que cueste!
Muanmar el Gadafi es un hombre terco y enfermo de poder, como mismo lo es su amigo Fidel Castro, que morirá en su alcoba tranquilamente habiendo dejado un país precioso hecho trizas y, de paso, una nación distribuida por todo el planeta, como los judíos que huyeron del holocausto.
A decir verdad, nunca faltaron voces de denuncia, en ninguno de los dos casos de estos expertos dictadores; pero se ha fugado la responsabilidad de organismos internacionales, como una salida de paseo por el jardín que ayuda a desembotar la mente. Ha tenido que ser la juventud, en alianza con las nuevas tecnologías de comunicación, la que ha roto el estambre en el Magreb y, por consecuencia, en Libia.
En Cuba –un punto geográfico demasiado lejano del área de conflicto- pasará lo mismo algún día, cuando internet se escape de las manos del gobierno y una cuarta generación de nacidos allí esté desintoxicada, totalmente, del miedo que nos han metido en el cuerpo.
Teníamos que haber apostado por nosotros mismos.

En la foto: Gadafi en el centro de dos de sus aliados latinoamericanos, Daniel Ortega y Fidel Castro.

Mañana jueves tendrá lugar un debate abierto con especialistas en la revolución árabe, en la sede barcelonesa de Caixa Fórum. Con entrada libre, será a las 19 horas, según indica El País, organizador del evento.

viernes, 4 de marzo de 2011

Bessons



Esta vez superé la mudanza en menos tiempo que otras, quizá debido al entrenamiento del emigrante. Recuerdo que, diez años atrás, por muy pocas cosas que llevara en un traslado, cada cambio de vivienda me suponía un proceso de adaptación doloroso. Ahora es muy fácil definir las estrategias para embalar las cosas: Los zapatos aparecerán algún día entre las cajas de la cocina. Y, por otra parte, he aprendido a conseguir transportistas emergentes con mejores precios.
En definitiva, ellos también llevan la casa encima como un caracol, igual que yo. Así que nos entendimos a la primera seña. Se hizo la migración en un solo día, con golpes leves y clases de español. Uno de los braceros, de Pakistán, acababa de llegar a Barcelona. Mientras me esforzaba por manejar mi rudimentario inglés, el hombre, de casi dos metros de altura y sonrisa fácil, me pidió encarecidamente que le hablara mi lengua, para aprender a defenderse en esta selva asfáltica. Un poco torpe, eso sí, al término de la jornada era capaz de sustituir el “The end; torn right” por “Al final del pasillo, a la derecha”. Olía mal, a bracero, por supuesto, y tenía al menos un hábito "primermundista”: Tomaba agua embotellada.
Al cabo de un mes de abandono de este blog (quizá algún día cuente con lujo de detalles qué pasó en todos estos días), continúo con el rostro del transportista delante de mí, como si ese hombre intentara decirme más cosas. Ahora que acabo de encontrar la caja con mis zapatos, pienso en que he sobrevivido con los puestos sin que sucediera algo grave. Pienso en él y en su familia de Pakistán, en las distancias de este mundo cuyo eje central parece estar en Europa, a juzgar por la cantidad de apariciones internacionales que observo desde que llegué.
Otro de los trajines que me ha robado toda la energía –y las letras del blog- viaja paralelo con la mudanza. Como si dos migraciones se hubieran puesto de acuerdo para compartimentar el tiempo y hacerme olvidar -¡qué tontas!- lo revuelto que está el mundo árabe. Antes de comenzar a recoger nuestras pertenencias y empaquetarlo todo, mi mujer me había anunciado que estaba embarazada, con esa alegría espectacular que solo se puede ver en el rostro de una hembra encinta. Sus hormonas comenzaron a revolverse desde que hicimos el amor a final de año en una habitación de Calella de Palafrugell, según notó en su interior en la noche vieja, pero no fue hasta los días previos a la mudanza que confirmamos la gestación.
Lo que yo no sabía era que aquello, lejos de ser un problema adicional, era un cambio de rumbo muy profundo en mi vida, y un orgullo personal, dicho sea de paso. No solo me lo había pedido la edad que tengo, sino, además, lo solicitó mi madre el verano pasado en su lecho de muerte: “¡Tengan un hijo!”, suplicó en voz baja apretándome la mano derecha. Entonces, quizá por esto y por varias razones prácticas y espirituales –sin querer restarle méritos, como inspiración, a la Costa Brava catalana-, sucedió el “milagro” de la reproducción. Con 45 años, inexperto en guarderías, paralicé todo mi mundo en función de un cambio de casa en el que, por primera vez, mi mujer empaquetó todo pero no embarcó ni una caja. Se dedicó a vigilar el camión mientras dos pakistaníes y este servidor se echaban bultos en la espalda.
Así fue como llegamos a un precioso apartamento –más amplio según lo previsto- en el que hemos sobrevivido sin internet y sin combinaciones de zapatos y bolsos. En el vientre de mi mujer había algo vivo aunque abstracto, revolviendo todos los alimentos cada día y cada noche. Los vómitos fueron a más, por lo que pensé que debíamos realizar una visita a Urgencias de manera prioritaria. No sería la comida pre elaborada, calentada en el microondas la culpable de un cambio de régimen vital. No sería la angustia de la mudanza; no sería la ilusión de un nuevo espacio.
La ecografía mostraba claramente –antes los ojos estupefactos de mi mujer, porque a mí me dejaron en la sala de espera- un embarazo gemelar con dos placentas y dos bolsas amnióticas. Parece ser, según hemos podido reconstruir los hechos, que hubo dos fecundaciones producto de una doble ovulación. Sin quererlo conscientemente, estábamos cerrando el 2010 con importantes consecuencias para el futuro. Uno de los bessons –mellizos, en catalán- se produjo el 28, Día de los Inocentes, en la habitación de matrimonio que dejábamos atrás; mientras que el otro fue creado la noche del 31 en la escapada a Calella de Palafrugell, como símbolo marinero que une a Cuba con Catalunya.
Ahora sabemos más o menos lo que sucedió; por qué teníamos que cambiar de espacio y por qué el vientre de ella se portó “tan mal” desde finales de diciembre. Ahora -y al margen de las movidas con los transportistas y la difícil localización de algunas cajas- es que puedo continuar mi diario; con las metas cumplidas. Me refiero al reclamo de mi madre. O, lo que es lo mismo, al reclamo de la vida.

Foto del autor:
Artesanía en latón, tela y acuarelas que nos regaló una pareja de amigos el año pasado. Todo un vaticinio.