domingo, 7 de diciembre de 2008

Adiós al satélite


Si mis compañeros de trabajo leen esta crónica pondrán en duda el resfriado que tengo, o dudarán a medias de la cara de pena que portaba el viernes por la tarde. Porque a nadie se le ocurre salir de casa con tal estado calamitoso y contagioso, para rimar. Con los mocos caídos y resoplados, en el ámbito de un vehículo de cuatro ruedas cerrado a cal y canto por el frío de diciembre.
A nadie con más de dos dedos de frente se le ocurre pasearse por la Cataluña íntima en este desorden “desaguacatado” en que me encuentro, con los ojos chinos y la nariz colorada, y las mejillas también rojas y la mirada más hacia mi interior. Subí al carro, no obstante, porque he escuchado infinidad de veces que, si uno no tiene fiebre, el mal estar o apaleamiento sintomático no debe pasarlo en cama. Al menos no es recomendable transitarlo en nuestra cama.
El histórico mercadillo medieval de la ciudad de Vic, a unos 70 kilómetros de Barcelona, se me cruzó en mi apretadísima agenda de navidades, más cargada de horas detrás de un mostrador que de audiencias privadas. Aún no sé si contagié a los otros dos ocupantes del automóvil –mi mujer y un buen amigo que iba en busca de quesos curados de ovejas-, pero puedo asegurar mientras escribo estas letras que he regresado peor.
Una razón es constatar que todos vamos a donde toca ir, y este fin de semana era Vic el destino, por lo que discurrimos a través de una larga caravana de dos horas hasta allí, con la música –no precisamente medieval- a toda pastilla en el interior del coche, y mi moquera alternativa desafinando.
Otro inconveniente –era de sospechar- fue la navegación forzosa entre una masa compacta de gente que no veía nada ni compraba casi nada, pero resbalaba por las callejuelas del casco antiguo de la ciudad casi buscando un horizonte, un refugio. Y lo peor era darte cuenta de que te podías gastar lo mismo allí en una parada tumultuosa, comiéndote una butifarra a la brasa, que en un restaurante cercano y calentito a pocos kilómetros de Vic.
Algunos puestos habrán hecho buena caja, sin lugar a dudas, a tenor de los tiempos desbancados que, según dicen, corren. Sin embargo, a mí me dio la sensación de haber pasado por un arroyo tupido de vegetación hasta llegar al delta de la corriente, sin ver nada, o poca cosa, a los lados.
Los tres mosqueteros decidimos salirnos de la cuestión para buscar aire fresco. ¡Vaya paradoja, con el frío que hacía!
Y ahí comenzó otra aventura.
Alguien tuvo la idea de despedirnos de Vic guiados por un GPS. Estos aparatitos prácticos no están programados para ferias populares, en las que las calles, lógicamente, están cortadas. No quisiera contar las veces que pasamos por un mismo punto.
Además, ¿para qué desprestigiar a un GPS si uno no se encuentra en condiciones siquiera de pensar algo creativo con este estado gripal?
Lo desconectamos finalmente, por decisión colegiada. Mi mujer bajó la ventanilla y articuló un catalán muy de pueblo para que no fallara la comunicación, porque no había tiempo que perder.
Terminamos en una brasería en un pueblo aledaño, cuando el candor de los meseros estaba a punto de desaparecer y el fuego, el calor de la leña, iba en declive como algo que se retira por defensa propia. Alcanzó un último suspiro para alimentarnos, ya lejos del ambiente medieval.

martes, 2 de diciembre de 2008

Se vende un Diario



Un conglomerado de símbolos ha salido de sus depósitos históricos, del polvo, de la vejez, del olvido. Algunos “pequeños” detalles se han puesto de acuerdo para caminar junto a mí en estos días fríos, y será porque el cambio de estación, como indican los manuales de filosofía poética, significa también un cambio de espíritu o una revolución de las cosas dormidas.
Pasear por los lugares conocidos no siempre supone lo mismo. Ya lo decía en la crónica anterior. Lo sospechaba. Se estaba gestando el punto final de un libro de memorias escrito sin querer. Porque aquellos textos difíciles, y otros divertidos -¡uf, qué lejos suena esto en el tiempo!- se dictaban desde adentro, con la disciplina y el oficio alguna vez ejercidos oficialmente. ¿Quién me iba a decir que la crónica desgarrada de cualquier mañana, cuando llegué a Barcelona y no comprendía absolutamente nada, se iba a convertir en un documento de reflexión? Entonces nadie, ni yo, sospechaba que venía de camino un Diario, en el sentido literario de la palabra.
Tampoco nadie intuía, a principios del siglo XX, que un edificio de obra vista, inspirado en las contraculturas de la Revolución Industrial, refugio de discapacitados psíquicos, a la vuelta del tiempo diera techo al Ayuntamiento del Nou Barris, a su Biblioteca local, a la sede de la estación de policía de la zona. Un gran edificio, unas mismas paredes y diferentes almas en su interior. Ya el tormento no es el ánimo del inmueble, pero a mí me sigue pareciendo simbólico que ayer haya puesto ese punto final entre las mismas estancias del manicomio, en un rato libre a la hora de comida.
Tampoco llegaba el metro hasta aquí, en aquellos años en los que Barcelona era el Eixample y la Ciutat Vella, y, lo demás, áreas verdes y paisajes. Sí llegaba el 47, primero hasta la plaza de Virrey Amat,y luego hasta los alrededores del psiquiátrico; pero entonces el 47 era un tranvía. Ahora es un autobús climatizado.
Todo esto me lo recordó un cliente ayer mientras le vendía una radio de bolsillo. Él fue conductor del 47. Y, casualmente, lleva el apellido de mi abuelo, Treviño, que no es gallego como parece suponer.
El Diario que acabo de terminar no incluye al jubilado Treviño como personaje, pero sí, de alguna manera, a sus calles desandadas una y otra vez, a su barrio, a su territorio íntimo, que fue por donde comenzó mi incursión en esta ciudad, cuando este servidor escoltaba a un anciano adicto a los caramelos de café con leche.
Parece que fue ayer. Pero fue hace siete años cuando quedé impactado con la estructura de un antiguo manicomio, desde donde escribo ahora mismo.
Y como estoy hablando de otra época –ahora tengo una tarjeta de residencia, un hogar verdadero, una mujer que, desasosegada, me espera-, este año cerró el ciclo del advenedizo que fui. Ahora Barcelona es tan mía como de otros que la habitan desde siempre.
Por el momento, mis memorias suman 254 páginas y se pueden comprar en internet. Llegan impresas, por pedido, a cualquier lugar, en blanco y negro, como manda la tradición. Espero sirvan de compañía, aunque, sinceramente, por otra parte, no espero que me comprendan, puesto que no se trata de un manual de instrucciones, de un libro de autoayuda o algo por el estilo. Eso sí: me gustaría que me sientan.
Gracias a todos.

El volumen se puede comprar aquí:

http://www.lulu.com/content/5151700