viernes, 28 de noviembre de 2008

El repartidor de caramelos



Volví a encontrar la marca de los caramelos Solano y su jueguito en el arco de la boca, su dureza, su sabor a café con leche, su slogan para cuidar la salud.
Caramelos sin azúcar.
El yayo, un nonagenario que ya no está en este mundo, los llevaba en el bolsillo como prendas de lujo; como se llevan los regalos ocultos tras un papel pintado. Gracias a esos caramelos mis días a su lado transcurrieron con un toque de miel, con la esperanza cada mañana de romper la envoltura de nylon oprimiendo el contenido y rajando así una punta, con la presión necesaria para que el caramelo no saliera disparado hacia lo lejos.
Sus dedos eran trémulas extensiones delgadas, largas, huesudas. Con ellos no conseguía romper el envoltorio, y me lo pedía a mí. El ritual de romper los papeles de los Solano duró aproximadamente tres años y medio, hasta que el yayo dejó de comprarlos por fuerza mayor. Porque debo explicar que hasta el último día de su vida los llevaba encima junto con un pañuelo mocoso, la radio de pilas y su billetera, además de su carné de identidad caducado que el ministerio de interior no se lo quería cambiar producto de la edad.
No tenía dientes, ni muelas. Solo encías tremebundas que arrasaban los callos en salsa, las paletillas de cerdo y las costillitas de cordero, todas las carnes en su jugo. Se le escapaba el suquet por las comisuras, y yo se las limpiaba con amor como si fuera mi abuelo. Nadie que no sea un abuelo te regala caramelos de café con leche todas las mañanas con la esperanza de verte reír, con el solícito deseo de que le rasgues la envoltura de esa piedra mágica que nos tenía becados en la confitería del barrio.
La mujer que despachaba allí hoy entró en mi tienda y me recordó enseguida. Rememoró mi rostro al vuelo, pero no lo supo ubicar. Mi rostro estaba fuera de contexto en su imaginario de dependienta. Noté su desconcierto y la ayudé un poquito, porque yo sí sabía quién era. De hecho, desde que me situaron en esta tienda, estoy por hacerle la visita y termino dilatando el incumplimiento. Pero las piedras rodando se encuentran. Y uno puede crecer y prosperar; uno puede ser el mismo en esencia y ser otro en apariencia. Uno puede ser un asistente geriátrico –cuidador de ancianos, en la tipología descriptiva de esta sociedad-y también puede ser vendedor de electrodomésticos.
Porque el mundo, sin embargo, se mueve.
Lo que no prescribió Galileo Galilei fue que rondáramos una misma manzana durante unos diez años para llegar al mismo lugar, al mismo punto de partida. Y ese comienzo de la historia siempre tuvo un mostrador por el medio.
Ella detrás vendiendo caramelos y yo solicitándole un manojo de un euro y medio, más o menos. Así largos años, porque fueron eternos para mí.
Ahora yo detrás acomodándole los canales a un televisor de 20 pulgadas y ella exprimiéndose los recuerdos, reubicando mi rostro entre miles, decenas de miles que había visto en su larga vida.
-¿No te acuerdas de mí, Ester?- pregunté con las manos en la masa, o sea, en los botones de la pantalla.
-Sí, lo que no sé de dónde-me dijo con cara de angustia.
-Yo soy aquel, como diría Rafael, pero no el pintor, sino el músico, pues soy aquel que te compraba diariamente una bolsita de caramelos Solano…
-¡Hombre, ya recuerdo! ¿Qué es de la vida del señor José?
-El yayo murió, hace lo menos cinco años. Y ya ves las vueltas que da la vida.
-Ahora trabajas aquí. Sí que es curioso-apuntó Ester con absoluto convencimiento de la redondez de la Tierra.
-Te digo más-continué-: Por aquellos años, mi primer televisor fue comprado en esta tienda. Y ahora soy el encargado. ¿Ves este manojo de llaves?
La mujer se quedó mirando alrededor la cantidad de aparatos audiovisuales que había; las freidoras, las máquinas de afeitar, las batidoras y corta fiambres encaramados en una estantería de tres metros de altura. Me apretujó las manos dentro de las suyas con cariño, con nostalgia y agradecimiento a la vida por el hecho de que ambos estuviéramos trabajando, aunque fuera en el comercio.
Al menos esa fue la lectura que me trasmitió el apretón.
-¿Pero aquel televisor que compraste ya es antiguo, no?-preguntó Ester para señalar de otra manera lo rápido que pasa el tiempo.
-Sí, todavía lo tengo por casa guardado en un altillo. Pero ya no lo uso. Era…Mejor dicho, es un Hitachi de tubo de 21 pulgadas. Toda un reliquia en comparación con las monadas que tenemos aquí.
Ester metió una mano en el bolsillo de su bata de colores y sacó un caramelo Solano de café con leche. Me dijo, casi en retirada fugaz, porque había dejado a su compañera sola en la tienda:
-Toma, casualmente tengo uno aquí. Es una lástima que aquel señor no pueda verte lo bien que luces detrás del mostrador.
-De alguna manera me verá, porque pienso en él muy a menudo, y, además, la vida no me ha devuelto a este barrio por pura casualidad. ¡Y gracias por el piropo, pero no se merece!


Advertencia:
Cualquier semejanza con la realidad es la propia realidad.
Hace algún tiempo escribí unas notas de recuerdo al yayo José que pueden leerse aquí:

martes, 25 de noviembre de 2008

Regreso a Ítaca



Las mismas calles. El mismo olor (VIII y final)

Las calles estaban oscuras. Estaban desiertas.
El grosor de los troncos gigantes del Vedado confundía a los ficus con muros de piedra, descascarados y húmedos, manchados de musgos. El silencio general era el típico de las madrugadas, pero yo sabía bien que eran solo las nueve de la noche. El taconeo continuo de un transeúnte me martillaba la espalda, la nuca; me helaba la sangre. Se acercaba en silencio el repique de los tacones. Donde hay ruido de tacones no debe haber silencio.
Pero sí. Había un silencio aterrador.
Lo tenía detrás, a escasos metros. Seguramente pensaría que yo era un turista, que llevaba dinero en los bolsillos. Llevaba dinero, en efecto.
Giré la cara de repente y el hombre me vio el susto en los ojos. Era un caminante más que debía regresar de su trabajo o simplemente iría a resolver algún trámite. Nada más que eso. Siguió de largo y se llevó el ruido de sus zapatos. Quedé solo nadando en las anchas calles del Vedado, conocidas por mí; más que conocidas, vividas intensamente en mi eterno andar de un lugar a otro, cuando visitaba novias en el municipio, cuando me echaba a la oscuridad para pensar un poco o tomar aire.
La Habana siempre fue oscura.
Ahora me embargaba la terrible circunstancia de parecer un extranjero en mis propias parcelas, y me embargaba el miedo de andar por un lugar conocido que ya no me pertenecía. Se apoderó de mí cierta ambivalencia que transitaba, alternaba, entre la melancolía y el miedo. No sabía cómo dominar esos extremos, si disfrutarlos u odiarlos, y sabía que tenía el tiempo calculado, como nunca antes, por encima de aquellos adoquines. Hace muchos años el tiempo me sobraba, como mismo me sobraban las piedras duras y entonces también me sobraban los zapatos, y le sobraban a mis novias.
Echábamos a andar contentos, tomados de la mano, jugando, a las tres, las cuatro, las cinco de la madrugada, buscando la avenida Línea, que era el paso fronterizo y allí nos calzábamos como si nada. En aquellos años los ruidos de tacones significaban un escándalo de la pubertad, solamente enraizado con la inocencia, con el semen desbordado, incontinente, y pezones erizados como burbujas de pan. Aquel ruido era el conocimiento de una sustancia gustativamente amarga que salía de los pezones, con olor a fieras, con olor a rasguño entre los dientes. Aquellos años pensaba que era así el olor del sudor de las muchachas.
Hasta que, por las mismas calles oscuras del Vedado, descubrí que el olor a sudor de la entrepierna era mucho más fuerte y más salvaje. Que debía amarlo o lo rechazaría para siempre. Con los zapatos de puyas en una mano, una novia me pidió que la desflorara entre las ramas colgantes de los ficus, semi tumbados los dos en unas raíces a flor de ciudad que eran duras y tejidas como un monte de Venus arborescente. Con destreza introdujo mis dedos entre sus muslos y me dijo:
-¡Esta es la esencia de una mujer!-, llevándome la untura a mi rostro.
No hubo desfloración. Y así transcurrió el tiempo por las mismas calles, entre juegos e incontinencias.
Amé aquel olor para siempre.
Yo tenía quince años, lo que quiere decir que habían pasado casi treinta desde entonces.
Y las calles continuaban oscuras y ahora tenía miedo, pánico a no poder salir de allí.
Se hacía interminable el camino. Quizá por la tristeza de comprobar que no había pasado el tiempo para bien en esos caminos. Todo estaba más viejo, más abandonado.
La muchacha atrevida de mis recuerdos sabía que yo me había marchado del país. Me había escrito una carta en la que me reprochaba que yo no le contaba nada acerca del alumbrado público en Barcelona, donde vivo ahora. Y también recordé aquella carta entre la angustia que me provocaba no poder salir de un mismo lugar.
Luego pasé a soñar que no podía salir del país, que las autoridades me retuvieron indefinidamente por mi osadía de querer visitar ciertos lugares, ciertas gentes y vías del Vedado.
Estaba sudando a cántaros. Pero no solo eso: había tenido una eyaculación difundida por toda la cama. Abrí los ojos y no vi nada. No había referencias de ninguna calle desierta excepto de las humedades. Me levanté de un salto y encendí la luz.
Eran las cuatro de la madrugada. La maleta estaba hecha, llena de artesanías para regalar. El pasaporte en su sitio. La ropa dispuesta, el reloj avanzando y yo en medio de una situación desesperada entre las cuatro paredes de mi antigua habitación. En mi antigua casa, que ya no era mía.
Soñando desordenadamente con unas calles y con una ciudad que abandonaba por segunda vez.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Regreso a Ítaca



Vestigios del socialismo (VII)


Un médico, ginecólogo, especialista en infertilidad, se detiene en un semáforo en las viejas calles de La Habana, en un Fiat Polski color naranja. Al automóvil le decíamos sacapuntas, por las pequeñas dimensiones y el diseño casi cúbico; pero ahora, más que sacapuntas, el humor criollo le nombra fosforera (en España serían mecheros), por el bajo consumo de combustible. Se trata de un coche de fabricación polaca con motor de dos tiempos –como una moto-, con la mecánica detrás y el maletero delante, planteado para adolescentes o mujeres estándar, más bien asiáticas. Un hombre polaco de 1 metro 80 no cabe en su interior. En Cuba, entran el conductor – del alto y ancho que sea-, el acompañante y tres amigos detrás.
Para ese doctor -que, además de conseguir gestaciones humanas casi milagrosamente durante todo el año, realiza un promedio de cuatro interrupciones de embarazos diarias-, el pequeño Fiat significa un desahogo importante en la vida cotidiana, por la pésima situación del transporte en su ciudad. Además, el carro le otorga una distinción entre sus conciudadanos: un mechero así es un lujo, sin exagerar. Hace cinco años, la clínica barcelonesa Dexeus, de amplia referencia internacional, le otorgó una beca pero el estado cubano no lo dejó asistir.
Detrás, en el mismo semáforo, está ubicada una pareja de abogados, él con casco protector y ella con su melena al aire. La pareja se mueve por las mismas calles en una MZ de 150 centímetros cúbicos, de fabricación alemana, pero de la Alemania del Este, la extinta RDA. Tienen ese ciclomotor producto de un cambalache que hicieron en una permuta de inmuebles, hace algunos años. La moto gasta poco, y, al igual que el médico, les lleva y trae de un lugar a otro.
Él es un reconocido abogado defensor, especialista en criminología y tráfico de divisas y estupefacientes; ella es una experta en derecho de familia y trámites de vivienda –quizá, de ahí, el chanchullo de la permuta que les proporcionó el ciclomotor-. En casa, el único teléfono móvil que poseen no para de sonar reclamando ayuda para importantes procesos judiciales, y el coste de la llamada lo pagan a medias el solicitante y el letrado. En Cuba es así: la telefonía móvil se paga en ambos sentidos de dirección.
Esta pareja de abogados ha conseguido vivir sola, aunque cerca de los padres de él. Tienen la casa amueblada con gusto y algo de estilo bohemio. Son felices porque se quieren y disfrutan de sus amigos y de sus logros laborales, pero, como la gran mayoría de los profesionales cubanos, tienen que hacer maromas para llegar a fin de mes, si es que llegan, porque en la isla se juntan los días con gran facilidad. La vida y el paso del tiempo se miden por los cumpleaños de los seres queridos.
El único motivo de infelicidad que les embarga –ya no hablemos de dinero, de poder adquisitivo- es que no han podido concebir un hijo, y el Dios Cronos se les echa encima.
En el semáforo hay un contratiempo. El pequeño Fiat comienza a soltar humo por detrás. El conductor de la moto queda extrañado y le comenta a su mujer:
-.¡Qué raro! Esos polskis funcionan con enfriamiento por aire. No debe ser la correa del ventilador porque no tienen ventilador.
-Ve a ayudarlos, Pipo-dice ella.
Arriman la moto a la acera. El abogado se acerca al médico y le hace un gesto con las manos y con la cara y el afectado responde:
-No sé qué será. A lo mejor se fundió el motor de una vez y por todas. Lo peor es que tengo una comida esperándome.
-¿No será en la Avenida 26?-pregunta el abogado.
-Sí, ¿cómo lo sabes?
-Porque yo también estoy citado para una comida en esa calle. ¿No serás el médico amigo de Jorge Pérez?
-¿Jorge Pérez el que vive en Barcelona?-pregunta el ginecólogo.
-Sí, el mismo.
Subieron al médico en la moto. Se apretujaron los tres. Dos horas más tarde, estaban hablando de política, de la desaparición de los huevos de granja y de la inauguración de una iglesia ortodoxa rusa en una zona residencial de la Habana. Degustaban un vino tinto catalán y embutidos ibéricos. El médico y el abogado tenían mucha afinidad. A ambos les gustaba la poesía, la canción trovadoresca, el cine, la copita de ron los sábados por la noche en casa.
En plena velada, formaron un mundo aparte. Tenían más o menos la misma edad. Llegada una pausa en la conversación, el ginecólogo preguntó a su interlocutor si ellos tenían hijos. La abogada estaba escuchando sin querer. Miró a su marido llena de ternura y lo dejó hablar.
-No hemos podido concebirlo. Creo que ya es demasiado tarde.
-Perdóname por la pregunta; ciertamente a veces es indiscreta, pero se debe a una deformación profesional-comentó el médico.
-No te preocupes, estamos acostumbrados-apuntó el otro y extendió su brazo por encima del hombro del facultativo.-¿Qué haces aquí?-disparó de repente cambiando de tema.
-¿Aquí en esta reunión?-precisó el médico.
-No, aquí en este país. No sabes el dinero que ganarías en otro lugar.
-Lo sé, y traté de irme, pero no me dejaron. Luego la vida se encaprichó en retenerme a través de una bella mujer y de una niña preciosa. Ahora es demasiado tarde para plantearme un punto de giro. ¿Y tú qué haces aquí?¿Sabes lo que ganarías en un bufete de asociados?
-Entre la moto, mi mujer, la criatura que hemos estado buscando y los postgrados de ambos se nos ha ido el tiempo. Este orden de cosas es aleatorio, no lo tomes a pie de letra.
Quedaron para verse. Se tomaron los teléfonos, las respectivas direcciones. El médico no le prometió nada a la pareja, pero se quedó pensando en citarlos pronto para su consulta.
-Si me llamas al móvil-adivinó el abogado-,déjalo que suene para responderte desde un teléfono fijo. Ya sabes cómo están las cosas.
La pareja de abogados se ofreció para llevarlo en la moto hasta el hospital, porque el ginecólogo entraba de guardia.
Se les vio irse a lo lejos, ella en el medio, como un entrepán, y las dos ruedas bajas de aire, casi raspando el camino.


(Continuará…)

lunes, 17 de noviembre de 2008

Regreso a Ítaca



El mundo es un rincón (VI)

La despedida de soltero de mi padre fue en el 1830; no en ese año, lógicamente, sino en la mansión habanera de igual nombre situada a orillas del mar, en una punta rocosa que divide un municipio de otro y que ocupa una porción del “Delta” del río Almendares. Luego de haber visto desde el aire el Delta del Tajo, en Lisboa, da risa utilizar ese nombre de accidente geográfico para el Almendares, pero se me ocurrió en vez de Desembocadura.
No obstante –y supongo que fue por esto que salió la palabra Delta-, esa lengüeta marina fue para nosotros un lugar misterioso y evasivo, al menos yo lo sentía así cuando la bordeaba en bicicleta. Ver los barcos de pequeño calado amarrados allí me transportaba a otro mundo. Me proporcionaba una fuga emocional. En Cuba a menudo se nos olvidaba que éramos isleños.
Y los somos todavía.
Pero se nos olvidaba con frecuencia y una prueba de ello es que llamábamos así solo a los provenientes de Islas Canarias.
Es muy probable que el elemento mar lo sintiéramos solo por un costado, por las inmensas dimensiones de nuestra ínsula; de manera que nuestro corazón siempre fue más terrestre. Me refiero al corazón habanero, al de la gran ciudad.
Tengo guardadas las fotos de la despedida de soltero de mi padre celebrada en el caserón del Vedado, con todos sus amigos de traje y corbata, o pajarita, enfilados en la escalera de mármol del interior del inmueble. En blanco y negro, se conservan como el primer día. Las fotografías de la época –años 60- se imprimían en papel duro, acartonado, y se lavaban bien, por lo que la química del revelado se marchaba completamente y las estampas no se ponían amarillas.
El álbum de fotos del matrimonio de mis padres –y de las respectivas despedidas de solteros- lo traje en este viaje de La Habana. Mi madre me lo regaló. Pero no he sido capaz de hojearlo en la distancia. Recuerdo aquella imagen de mi padre con sus amigos porque siempre me llamó la atención la escalera del 1830, aquel restaurante de etiqueta por el que pasábamos al menos una vez al año para celebrar un cumpleaños familiar.
De regreso estos días a La Habana, la vida quiso que volviera por esos predios llenos de recuerdos. El gran amigo del que he hablado en estas páginas, al mismo tiempo en que se ocupaba conmigo del destino de los restos de mi padre, organizaba una boda en los salones de la mansión. Y me invitó, por supuesto. Llegué tarde, pero tuve tiempo de recorrer los espacios del caserón, escapado del ambiente nupcial.
Me vi solo recorriendo los jardines de piedra -¡vaya paradoja del material, pero es que los concibieron así por la proximidad al mar!- buscando en mis recuerdos una gruta rocosa en la que tenían a un mono enjaulado. El primate ya no está.
Tuve un padrastro al que le encantaba ese lugar, por la calidad de una copa de ron aireada allí con un punto de sal, y el sonido de la libertad zumbando en los oídos como un aparecido. Recuerdo que la proximidad al mar nos insuflaba ese efecto, espontáneamente. Recordé el Cadillac negro de mi padrastro aparcado afuera, y sus gafas de miope gruesas y pesadas, y su rostro grabado por la acné juvenil, y su buen gusto, y su cariño.
Me palpé la cintura y comprobé que había dejado la cámara fotográfica en la casa. Estaba cansado de llevarla encima. Esa tarde fue la única vez en todo el viaje en que me puse una camisa de mangas largas, blanca, de hilo. Siempre la llevo en mi equipaje por si acaso. Pensé en que un lugar físico como era ese podía ser un punto de encuentro ideal, pero me entristeció que ya mi padre no estaría. El agua que llegaba en pequeñas olas y chocaba con los muros de piedra estaba sucia, llena de desperdicios y colillas de cigarros, repleta de abandono, como casi todo el caserón, aunque sé bien que cuando uno está inmerso en un espacio cotidiano no ve el deterioro igual que el forastero.

(Continuará…)

jueves, 13 de noviembre de 2008

Regreso a Ítaca



Cierta canasta básica (V)

La valija era una Sansonite de tapas duras, con combinación numérica en tres ruedecillas de cábala. Al verla, un amigo que me despidió en la terminal aérea, el mismo allegado que se ofreció para los trámites de mi padre, me dijo que se podía abrir fácilmente, con un poco de tiempo, ya que las matemáticas no fallan y son ciencias exactas. También tenía la opción, en Barcelona, de envolverla en papel de plástico, o film, para darle más trabajo a quien se propusiera husmear en el interior de la maleta.
Pero no lo hice. En primer lugar porque siempre llego justo a los aeropuertos y no tenía más tiempo que el de facturar el equipaje en el acto, y además porque me parece innecesario gastarme cinco euros en un envoltorio fácil de cambiar por otro similar. Y no llovía, ni había pronósticos de lluvia en La Habana, de manera que la capa contra el agua no fue necesaria para la Sansonite.
Pesaba 18 kilos justos. Tres menos que lo que me permitía antiguamente la línea aérea. (Luego supe que ahora Iberia permite dos valijas de 23 kilos cada una por persona).
No quise arriesgarme, ya no por el pesaje en España, sino por evadir las revisiones y contrapesajes en el lugar de destino, aquella estación folclórica en la que te pueden solicitar el dinero que quieran solo por molestar y malversar.
Mi valija no era diplomática, era un pequeño almacén de víveres y ropa de bebé. Me había nacido una sobrina en la isla, hacía dos meses, y por otro lado había leído que dos ciclones seguidos dejaron desmantelado el país, con los peores abastecimientos que se recuerden en muchos años.
Viví el comienzo, el medio y la continuación de un largo período de escasez llamado eufemísticamente por el gobierno “Especial”.
Supe lo que es compartir una col con puré de tomate y soltar el jabón mientras me duchaba para no gastarlo, férreamente escoltado de cerca por mi ex mujer, quien fingía lavarse los dientes para vigilar el tamaño de la pastilla higiénica.
No exagero, créanme.
Pero han transcurrido siete años y esos pasajes surrealistas, aunque no los olvido, claro está, ya no forman parte de mi vida cotidiana.
Lo peor es tener que subrayar que aún suceden escenas similares en Cuba.
Constatar –in situ- que todo seguía más o menos igual, egoístamente me dio la razón de que un día de septiembre –una semana después del atentado a las torres gemelas de Nueva York- hice bien en marcharme, en aquella ocasión con una maletica sin pedigrí más estrecha que la bolsa de un cartero.
Para este viaje relámpago que realicé hace pocos días a mi casa, quise compartir el tiempo entre mi padre y seis amigos selectos, de aquellos amarrados a una realidad tan distinta y tan respetable como la mía. En ese grupo petitó –pequeñito, en catalán-, había médicos especialistas y abogados. A todos los conocía desde la adolescencia, porque estudiamos en el instituto.
Mi sueño radicaba en reunirnos resuelto el trámite fechado del cementerio, y tomar unas tapas al estilo español, entre jaranas y música del patio. Desde la distancia, me bastaba con la presencia de ellos, abrazarlos y brindarles algo típico de mi nueva vida. Mi mujer me organizó un lote de embutidos ibéricos, queso manchego, jamón serrano, aceitunas, fuet catalán, bombones de postre y palillos para enganchar los comestibles. En el aeropuerto compré dos botellas de vino tinto: un Rioja, que jamás falla, y un crianza del Priorat, de Cataluña. Quise comprar un Somontano, del Pirineo Aragonés, pero no lo tenían.
Eché en la cesta, por supuesto, un ron añejo dominicano, hoy en día, para mi gusto, mucho mejor que el Havana Club.
Estando en el aeropuerto de La Habana, ya con la maleta en mi poder, íntegra, improvisé que tal vez podía sumar al encuentro a una querida amiga quien no me perdonaría jamás que yo pasara por Cuba sin verla.
La llamé por teléfono –la sorpresa en estos casos es bastante sonora, y eso que mi amiga es discretita y suave como Platero.

-¿Cuántos días vas a estar aquí?-preguntó angustiada.
-Cinco.
-Estoy complicadísima con el trabajo, la casa y mi hija que no se adapta a la beca, pero buscaré un tiempo-intercambió ella.
-Mira, se me ocurre una idea. El domingo me voy a reunir con unos amigos muy cercanos y quiero brindarles algo típico español. Es por la tarde, en mi casa. Puedes ir con tu marido lógicamente.
-Lo intentaré-sonó su voz más lánguida que una mirada de un animal doméstico en pena-.Lo intentaré.

Para la reunión también compré cervezas nacionales, enlatadas, como es usual en Cuba, aunque estaban bastante bautizadas por una o varias manos de cohecho, apenas sin espuma y transparentes como el agua, cerveza mala, de muy mala calidad y a precios escandalosos.
La pasamos bien, la verdad. Nos divertimos recordando los viejos tiempos y, como es usual, introduciendo de vez en cuando la pregunta de ¿te acuerdas de fulano?
Hubo un momento en que entró el tema de la situación del país, cuyo desmenuzamiento duró tanto que me aburrí, me sentí fuera de contexto, excluido, perdido. Me di cuenta de que ya no era de allí. Sentí una profunda tristeza disimulada al corroborar que los que emigramos, llegado un momento, no somos ni de un lado ni de otro; y, sin embargo, cargamos con el peso del desarraigo como si la vida te cambiara un problema por otro. Que de hecho es así.
Demasiado tiempo duró la exposición del tema de la venta de huevos clandestina. El precio en mercado negro del huevo de gallina, las sanciones hasta con la cárcel para los traficantes de huevos de granja.
¿Y yo no tendría otras cosas que contar?
Por supuesto que sí, y ellos estarían encantados con escuchar mis relatos del otro mundo. Pero –y esto es una triste verdad- en Cuba urge la catarsis, la “descarga”, que es como se llama allí hablar de lo mismo en todas partes y a todas horas.
Alguien me dijo una vez que quejarse es terapéutico. Pero, apostilló, también depende de con quien te quejes.
Me consolé pensando en que, varias veces, cuando vivía allí, me comporté como mismo hicieron mis amigos. Es la relatividad de las cosas la que hace cambiar el punto de vista.
Mi querida amiga no apareció aquel domingo. Llamó por teléfono al día siguiente –la víspera de mi regreso a Barcelona- y se disculpó con toda honestidad:

-…Es que tuve miedo de que se hablara de política…Ya sabes como es Manuel.
-No te preocupes. Hiciste bien porque se habló de política, de la política de distribución de los huevos del Estado. Ahora, fuera de broma, recuerda que te sigo queriendo igual y que te llevo en el corazón.


(Continuará…)

martes, 11 de noviembre de 2008

Regreso a Ítaca



El peso cruel de la desnudez (IV)

En el mismo instante que le di la espalda al panteón donde dejé a mi padre, noté alivio en el alma. Tal sensación tiene un resultado físico, aunque parezca una metáfora. Es la ligereza del cuerpo, la descompresión de la cabeza –sobre todo la desaparición de un tormento en la frente-, y la suavidad en las articulaciones de las manos. Parece que has dejado de cargar un saco de cemento, o un peso similar que te aprisionaba los músculos de la espalda.
En ese momento uno no se pregunta por qué tuvo que suceder así, con tantas tribulaciones por el medio, ni por qué el viejo –que no era viejo- tuvo que irse tan pronto. No hay capacidad para mezclar las preguntas filosóficas ni entrelazarlas, ni complicarse en divagaciones existenciales. Hay algo más fuerte y absoluto que es el cierre de una tapa de mármol, el sentido de haber cumplido con nuestro propio padre y con uno mismo.
Se goza, por muy desconcertante que resulte ahora escribirlo.
Haber cruzado el Atlántico en un plis-plas, haber desajustado un sistema de trabajo con los compañeros –alguno habrá realizado mis funciones-, haber compuesto una maleta –una sola- y sobre todo manosear el pasaporte cubano –que causa pavor-; todo esto fue necesario resolver en menos de una semana, más la búsqueda de un billete urgente que no supusiera un coste demasiado alto. Pero esto último, ya se sabe, es pura utopía. Al final uno termina pagando lo que se presente al precio que sea cuando viaja con motivos impostergables. No quise imaginarme la escena antes. Creo haberlo dicho en estas crónicas.
Lo dejé todo en manos del tiempo.
El ofrecimiento de un gran amigo para realizar el trámite más duro, más cruel, me libró de lo peor, de la peor imagen. Él y la viuda de mi padre se encargaron de colocar los restos en el osario. Yo permanecí algo retirado, a escasos metros.
De todas maneras –y esto entronca perfectamente con el surrealismo tropical cubano, tan bien expuesto en el cine nacional-, vivimos una secuencia complicada –al menos yo la sentí como la más difícil de digerir- que fue el traslado del osario en el maletero de un automóvil soviético, el carro que apareció para la ocasión. Íbamos mudos en el trayecto. No quería pensar en el absurdo de Virgilio Piñera en el teatro cubano, ni en la sordidez de algunas películas de Titón. No quería pero lo pensé. Mi padre viajaba detrás, con la rueda de repuesto y la caja de herramientas.
Todavía hoy supongo que será mejor tomarme la escena como un trámite. Repito: fue lo más duro de todo.
El panteón adonde definitivamente fue a parar mi querido viejo está ocupado por unos catalanes ilustres. Está bastante bien cuidado, a juzgar por el deterioro general de la Necrópolis de Colón. Me refiero al deterioro que ocasiona el tiempo, al desgaste natural de las cosas y la falta de mantenimiento. Pero este aspecto es general en toda la isla.
¿Se podría esperar un cementerio restaurado?
El empleado que nos acompañó –iba a decir el operario, como un acto reflejo- dispuso de todo con verdadero oficio. Nos dio las instrucciones básicas del proceso de depósito en el panteón, con pocas palabras y algo de compasión en la mirada. No podía dar más condescendencia, porque su trabajo es doloroso de principio a fin. Se hundió, pues, bajo tierra, y nos solicitó que le alcanzáramos el osario.
Así de sencillo.
Todo quedó cerrado al viento y al sol, guardado para toda la vida si se quiere porque la amiga que me ofreció ese lugar, ese espacio entre sus antepasados familiares, me había dicho que lo hacía a cambio de nada. O sí, a cambio de mi paz, de mi sosiego, de la tranquilidad de mis hermanos.
Y eso fue lo que sentí sobre el asfalto hirviente del mayor camposanto habanero. Paz. Necesidad urgente de ganarle al tiempo y al Universo un botón siquiera con mi nombre incrustado.
Algo mío. Experiencia, por ejemplo. Ganar una experiencia inenarrable en estas páginas en su amplio aspecto sensorial.
Porque lo más significativo de toda esta experiencia, supongo, es que podrá transferirse en uno o varios abrazos.


(Continuará…)

viernes, 7 de noviembre de 2008

Buenos días, Universo


Querido viejo:

Hace 48 horas el mundo abrió por fin aquella ventana que dibujamos tú y yo y que quedó en la carpeta de anotaciones especiales. Recuerdo que estábamos recostados a la mesa del comedor, como siempre, lápiz en mano, y tus discos de acetato fuera de sus respectivas carátulas. Había un mar de documentos sobre la mesa, y había entonces la ilusión profunda y efímera –qué lástima- de que un día el planeta daría un vuelco inesperado.

-Ten fe- me pediste.
-Hace falta tiempo- respondí en el acto.
-No te preocupes por el tiempo; vive de una manera digna, sé tú mismo, pues la libertad comienza por el pensamiento y termina, si es que termina, por ahí mismo- dijiste con esa voz de locutor de radio modulada y tierna.

De aquella extraordinaria tarde, lluviosa, ciclónica, pues pasaba uno de esos meteoros bravos del Caribe, salió un boceto de carboncillo en el que trazaste la ruta del huracán según –me dijiste- había anunciado una emisora “enemiga” captada en onda corta. Nunca te fiaste de los partes informativos nacionales, ¿o es que jugabas al espionaje doméstico? Al pasar una línea por la Florida, detuviste el lápiz y dibujaste una ventana, de dos cuerpos, con bisagras y todo, al estilo de los porticones rurales chirriantes; hasta ese sonido pude percibir. Te juro –no hace falta, creo- que no sabía por dónde ibas con aquellas puertezuelas de madera, con clavos oxidados y ranuras anchas, llenas de ojos como las tablas baratas de embalar pescado congelado.
Te olvidaste del ciclón, querido viejo, como un niño pequeño que cambia de actividad sin avisar, para que sea uno quien lo intuya o al menos lo atienda.

-¿Cómo se llamaba aquel ciclón?

No recuerdo el nombre. Dejó inundaciones en los bajos del edificio, dejó un mar a nuestros pies. Dejó también un apunte en el gráfico escolar de turno –porque hiciste muchos, entrañable Bob- y fue la irrupción de la luz del día a través de un pequeño mirador rectangular, puro desvío del tema, pero te salió de adentro y viste el cambio.
Se dio, viejo, pero no ocurrió en Florida, sino un poco más arriba, en Chicago, aunque da igual el sitio exacto. Lo importante es que este planeta estrena una promesa en la figura de un hombre “de color” -¡qué horrible!, ¿de cuál color?- joven, como la estampa del hombre nuevo sugerida tantas veces y tantas veces malograda. Hay esperanzas, mi adorado viejo, esperanzas de que finalicen las contiendas bélicas, y también, egoístamente, de que ese hombre se dé cuenta de que el bloqueo norteamericano a Cuba es la mejor excusa que tiene en las manos el tirano Fidel.
Lo suprimirá. Vivir por ver. Una vez roto el estambre –es un hilito, viejo, tú lo sabes, un cordel caprichoso- nos reencontraremos todos los que adoramos nuestra isla con los brazos abiertos. Confío en que esto sucederá en un futuro no muy lejano. Tiene que ser así. Ya es hora. Y confío en que el mundo enclaustrará al terror.
Te digo más:
Tengo fe en él.
Guardo el dibujo en la memoria –seguirá, supongo, en la carpeta tuya que no he querido tocar-, y conservo vivo el tono de tu voz, tus ojos enfilados hacia alguna esperanza.
Te quiero y te recuerdo siempre:
Jorge

P.D. El hombre del que te hablo se llama Barack Obama. Es así, no suena nada anglosajón.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Responso callejero (contracandela)



Después de un extraño fin de semana pasado por agua –como comerciante no trabajé el sábado, cosa rara-, retomo este blog, que es una vida paralela creada con toda intención para mantener mi antiguo oficio de reportero en prensa escrita.
Lamento enormemente tener que interrumpir la serie sobre mi reciente viaje a Cuba, sobre el triste motivo de este regreso casi furtivo. Y es que otro asunto funerario me ha robado la atención en horas tempranas de hoy. Resulta que el cuerpo de bomberos de Barcelona ha escenificado una farsa por la vía pública –me los encontré en la calle Valencia-, declarándose definitivamente extintos, fenecidos.
Más de un par de meses llevo observando su agonía, plasmada en la fachada de la sede principal de la calle Provenza. Y me preguntaba si habría una solución a las demandas de estos valientes auxiliadores. Se quejan de poseer un contrato de empleo precario y de condiciones laborales también frágiles, comenzando por el mal estado de los cascos de trabajo y hasta la presencia de escarabajos y roedores en sus cuarteles. Además, y quizá lo más preocupante, el bajo coste de las horas extras -14 euros brutos-, así como del exiguo plus de peligrosidad que cobra un bombero de esta urbe-63 euros brutos.
En fin, que hoy uno de ellos me puso en las manos un volante con todos sus reclamos impresos, para que la gente sepa de qué va el asunto. Marchaban pacíficamente –algunos hablando por el móvil, tal vez con las novias, o con un amigo-, e iban escoltados por la policía local, o sea, por los Mossos. El tráfico tuvo que circular por una vía paralela, y los aguerridos extintores tuvieron su momento de gloria, de reivindicación y fuga del cuartel. Peregrinaban con el difunto a cuestas, simbología de un duelo que se veía venir. La pregunta que me hice fue qué pasará ahora. ¿Dejarán de sonar las sirenas rojas en esta ruidosa ciudad?
Claro que no. Se trata una prueba de pulso contra el Ayuntamiento que seguro tendrá un acuerdo favorable para ambas partes.
No me gusta extrapolar las cosas, pero, como acabo de regresar de mi agridulce isla, la de Cuba, imaginé qué se haría Raúl Castro si los bomberos de La Habana enterraran metafóricamente sus equipos.
Irían a la cárcel, lógicamente, pero una manifestación como esta es prácticamente imposible que ocurra allá. El cuerpo nacional de bomberos cubanos es castrense y está formado, en su gran mayoría, por reclutas del servicio militar activo.
Nada, que cuando uno regresa de viaje necesita una transición para ponerse a tono con su realidad, y es muy probable que estas líneas se deban a semejante proceso intermedio.