jueves, 31 de enero de 2008

INTRAMUROS



Rebajas de enero (I)

Una muchacha de unos treinta años, con el cabello corto, pelirroja, los ojos verdes del color del fondo de una botella, más bien delgada, con un tejano ceñido al cuerpo, corto de tiro –el tejano-, botas de piel de punta fina, de un marrón intenso; una chaqueta torera también marrón cerrada hasta el cuello, un bolso pequeño a juego, y un aire de seguridad conjuntado entró a una tienda en el horario de la tarde/ noche. Dejaba atrás su trabajo ordinario. Colocó cierta altanería por delante de su piel; echó a andar afincando fuerte los tacones, taladrándolos, dentro del establecimiento de su propio barrio que, a esa hora, reunía buena parte de las amas de casa del vecindario. Se sintió algo superior, bella, distinguida, y el vendedor que la vio entrar saltó su mirada por encima de todas para clavársela a ella.
La joven aprovechó la oportunidad. Miró fijamente al empleado hasta alcanzar el mostrador. Una vez allí, a secas, sin ofrecer las buenas tardes, le comunicó:

-Quiero que me muestres un aspirador que tienes rebajado en el escaparate.

El tendero obvió todo asunto que tenía en las manos para dedicarse a la chica. Dijo en voz alta que aquella era una clienta que había pasado antes, que lo perdonaran. Y no esperó respuesta. Dio la vuelta para llevar a la ninfa hasta la vidriera y, una vez lejos de todos los oídos de la localidad, ensayar una venta sui géneris. La había visto antes. Meses antes. De vez en cuando ella se paseaba por el recinto, miraba y se marchaba, taconeando. Cristina, nombre imaginario, dejaba siempre un perfume envolvente pegado a las paredes del comercio y a las canalizaciones del aire acondicionado. Lo asombroso era aquella fragancia firme a esas horas. Era producto de un retoque, a propósito, quiso elucubrar el disciplinado dependiente. Esta vez prefirió el riesgo de que le llegara una hoja de reclamaciones por parte de alguien de la cola. Sin embargo, por primera vez, la efímera mujer iba a comprar algo.
Cuando se detuvieron frente al aparato de la vitrina, ella no lo dejó hablar:

-Lo vengo observando hace tiempo. Y siempre me pareció muy caro. Ahora quiero aprovechar las rebajas de precios para llevármelo. ¿Me podría explicar cómo funciona?- argumentó señalando el artefacto.
-Es muy sencillo. No tienes que preocuparte por las bolsas de recambio, porque no lleva bolsas…
-Sí, eso lo sé. Pero me gustaría saber más cosas…-lo cortó de golpe, aunque su voz era tan femenina, tan bien entonada que el hombre se recuperó enseguida.
-Te voy a ser sincero. Yo no sé mucho de aspiradores. Hasta hace muy poco tiempo vendía cámaras fotográficas…Aunque, si no te corre prisa, podemos mirar el manual de instrucciones entre los dos.
-Tengo algo de prisa. Me bastaría con un par de datos y su garantía.
-Mira: la mejor manera de que yo conozca bien este equipo es probándolo…-se insinuó él dejando un campo abierto para que la chica lo invitara a su casa.
-¿Es un ciclón, no?-intercaló la supuesta Cristina. El empleado sabía que la pregunta era referente al modelo del aparato, pero no podía perder la ocasión, dominando su sistema nervioso porque tenía pocos minutos para atenderla y no dejar el resto de la clientela de la mano de Dios.
-Sí, soy un ciclón, o una depresión tropical según el día. De lo que sí puedes estar segura es de que produzco rachas de viento de más de 120 kilómetros por hora, y de que dejo rastros profundos, aunque actúo por temporadas. Soy un viento huracanado que lleva consigo fuertes rachas de lluvia.

La pelirroja desmarcó su actitud de clienta; dejó escapar una sonrisa, un brillo en los ojos. Sus cachetes se colorearon de un tono rosado. Quedó algo desconcertada, atrapada en una dinámica de ventas que jamás imaginó, en una circunstancia incómoda en el entorno de su propio barrio, adonde llegaba cada día a esa hora exhausta, con deseos de meterse en el sofá a desconectar comiéndose un bocadillo y un zumo de frutas. La ruptura provocó en ella un deseo de vivir el color de la alegría, pero su timidez luchaba contra su apetito. Prefirió el camino de la reciprocidad simulada, dejando entre líneas una conversación que podría sumarle un amante o un amigo.

-¿Cuántos años de garantía tiene?-, por fin articuló su respuesta, sonriendo todavía.

-Lo que se dice garantía…unos veinte más, porque tengo cuarenta cumplidos. No me gusta ser absoluto.
-¡Uf, me estás poniendo nerviosa! Vale, pónmelo. Lo necesito para mi casa lo antes posible. Espero que esté garantizado. Si me sale malo o me resulta complicado de usar te llamaré a la tienda al instante.
-Llévatelo con toda confianza, de verdad, la bajada de precio es porque está de liquidación…Tiene 2200 vatios de potencia. Es fuerte, deslizante, con mango telescópico de acero inoxidable, carcasa transparente, atractivo diseño, ligero y sólido a la vez.

Mientras le cobraba detrás del mostrador central, dedicó un par de sonrisas a unas clientas que comenzaban a poner cara de enfado. Trató de controlar la situación simulando un concepto de ventas detallado que se utiliza en las tiendas de barrios, con amabilidad, cercanía, nombrando a la gente por su propia gracia. Ató la caja del aspirador con una cuerda cruzada y se lo entregó en las manos, ahora bajando un poco la voz para decirle, casi al oído, a la muchacha:

-Si hay algo que no entiendas, me llamas. En el ticket de compra está el teléfono de la tienda. Ah, y no te preocupes si no tienes café, pues ya a estas horas no suelo tomar.

Volvió a sonreír la pelirroja otra vez con los pómulos coloreados. Le dio la espalda a la circunstancia y se alejó repiqueteando el suelo de mármol con sus botas y sus caderas batientes. Una manera de decir Adiós que el empleado había visto alguna vez.

(Continuará…)

sábado, 26 de enero de 2008

Una brecha



En el corazón de una ciudad se puede estar perdiendo el tiempo mirándola desde lo alto, hablándole al oído con la voz direccional y la vista clavada en un punto extraordinario; pidiéndole desde lo más profundo de tu alma que te deje entrar, que despeje una brecha para ti, porque sabes que hay espacio para todos. Puedes dedicarle meses e incluso años al mismo soliloquio, a la canción urgente, porque ves que la vida transcurre a pesar de tu circunstancia, y no puedes detener nada, ni la grúa imponente que brotó una mañana de domingo frente a tu ventana y no sabes cuándo la dejarás de ver. Ni la boira (en catalán) que te cala hasta los huesos, a ti primero que estás en lo alto permanentemente, a los cuatro vientos escuchando el tintineo de los cristales que parecen rajarse. Es un plano cómodo e incómodo a la vez. Lo dominas todo con los ojos. No lo puedes tocar. No lo puedes acariciar. El paisaje es un hecho intangible toda vez que estás a la espera de que alguien te abra una puerta de las cientos de miles que existen en la ciudad.
Pasa el tiempo y despiertas un domingo sin el monstruo de grúa que tenías tocándote las narices. Se despeja un cordel de acero en tu campo visual, pero tienes que irte. Tienes que marcharte de ese lugar.
Estás en el corazón de un barrio del centro de la ciudad y no ves el interior de los mundos pequeños que existen en cada comercio y en cada casa. Estás a pie de calle. Tu perspectiva es la de un hombre terrenal que gasta la suela de sus zapatos dándole la vuelta a un año par y a otro impar. No te fijas ahora en las cúpulas de los edificios, en las grúas; sin embargo, puedes oler lo que emana cada momento y escuchar a tu altura la letanía de las sirenas, el rugir de las ambulancias y el de los motores individuales. Para comprender el interior de los comercios tienes que olvidarte del plano en picado que tenías antes. No es compatible una realidad con la otra. Desde lo alto todo se veía bien y tú lo sabías. Ahora lo acabas de corroborar. Te decepcionas aun así. Pero te asusta menos la vida porque puedes tocar algunas cosas.
Pasa el tiempo sin darte cuenta. Eso significa que estás en un camino normal. Trabajas en el corazón de un barrio obrero de la periferia de la ciudad donde llegas cada día al pecho de la gran mayoría de tus clientes. Son gente sencilla, elementales a veces. Trabajas para la gente que construyó la era moderna de esta ciudad. Son viejos, engreídos, dueños de su barrio en el sentido de pertenencia que crean los años con respecto al uso de las calles. Esas personas mayores van a tu puesto de trabajo para hablar, básicamente para hablar y sacarse del alma un pasado duro y un presente desolador aunque no les falte nada material.
Estás de vuelta a tu casa luego de un día de trabajo y adviertes, casi al llegar, que han demolido un edificio y queda el espacio en blanco. Observas, desde la calle, el interior de una manzana. Descubres en el corazón de la ciudad un mundo despintado y mohoso, con las sábanas colgando de los balcones, y algunos balcones derruidos; los trastos de la gente, sus hábitos, su mundo interior. Estás a pie de calle, han pasado años desde aquellas conversaciones en las alturas y encuentras la puerta que pedías sin que nadie te la ofreciera. La descubres tú mismo. Te pertenece.

jueves, 24 de enero de 2008

Tecnología de punta


Se desplazó hasta la casa de una clienta después del trabajo, con el cuerpo pesado, arrastrando sus pasos por inercia. Un par de horas atrás, por lo menos, había caído la noche sin avisar a nadie, como suele ocurrir en invierno. De manera que sus gafas de sol descansaban más, pero la alegría que provoca en él el azul del cielo era un privilegio a cuenta gotas, apurado en los días de las semanas que pasaban a toda velocidad. La noche, en cambio, le acompañaba en la absoluta intimidad bien estudiada durante los viajes de regreso, con los auriculares enganchados bien adentro de los oídos, para no darse cuenta de que el tiempo es irreversible.
Detenido en el portal de su clienta, solo, esta vez sin música y expectante por la pequeña inseguridad que provoca visitar un barrio nuevo, apretó el botón del apartamento, indicado con la letra de ella en un papelito de un solo uso. Se abrió el vestíbulo y, detrás de su espalda, quedó la voz melosa y joven de una mujer:

-Sube.

Retiró la bufanda de colores, desabotonó completo el abrigo de tres cuartos y se dirigió al ascensor sin ver ni sentir la presencia de alguien. Mientras subía en esa caja eléctrica añadida al edificio muchos años después de construido, pensó, como siempre, en las caídas libres de los cuerpos cuando menos se necesita que esto ocurra, haciendo un paralelismo entre el suyo y el volumen del ascensor, poniendo como ejemplo que a esas horas los dos debían estar descansando luego de un día duro de trabajo. “¿Cuántos aparatos decodificadores de la señal digital de la televisión he vendido hoy?”, se preguntó. “Muchos. ¿Y por qué no sé decir que no cuando una clienta me pide amorosamente que le ajuste el suyo, aun conociendo que la instalación no entra en el contenido de trabajo del vendedor, y que éste, al final de la jornada, está exhausto tanto física como mentalmente, que va perdiendo la vista poco a poco por leer tantas etiquetas con la letra pequeña, anular tickets de compra borrosos y ajados, luchar como un tozudo contra la luz de una pantalla de ordenador llevando unas gafas de farmacia que no son más que una lupa emergente?”.
“¿Quién puede decir que no, tanto a una ancianita envolvente como a una joven de ojos almendrados que sabe utilizar la corta, la media y la larga distancia?”, se reconfortó antes de finalizar el viaje vertical dentro de ese cajón frío y maloliente que había sido utilizado sin parar por perros, ancianos y chiquillos eufóricos que regresaron del colegio. Segundos antes de abrirse la puerta del elevador, se miró a las manos y se preguntó qué hacía tan lejos de su casa, de su país, de su profesión, reciclado en antenista, en sintonizador de imágenes digitales que a veces se pixelaban en muchas pantallas domésticas, incluyendo la suya, porque nada ni nadie es perfecto, y ni siquiera el tiempo lo es. Porque su decodificador no estaba correcto aún pues no le alcanzaba el día. Pero un favor se le hace a cualquiera, más a una mujer que seguramente es secretaria o camarera y no tiene tiempo ni dedicación para leerse los manuales e interpretar un lenguaje técnico mal traducido del idioma original, si acaso el equipo que compró tuviera las instrucciones en español.
No aceptaría propinas, lo tenía claro. El dinero empañaría su desvío al salir del trabajo. Ya que estaba allí, supuso, era mejor sacar una sonrisa de los lugares más recónditos de su energía para completar el servicio. De lo contrario, no sería él mismo. Sería otro, impulsado por el brillo del metal o un inversionista a largo plazo buscador de una superventa de electrodomésticos que le dejara gran comisión. Lo cierto es que no supo decir no y se desvió por el enganche de una mirada femenina penetrante, por hacer el favor simplemente y no fijarse en quién, en el supuesto caso de que aquella mirada hubiera sido solo una estratagema.
Destapó el reloj. Marcaba las nueve y media. Avanzó por el pasillo desierto de una sexta planta y se apostó frente a la puerta señalada en el papelito. Hundió el botón del timbre y no demoró mucho la respuesta. Ella estaba ahí detrás, silenciosa, esperando. La joven abrió con delicadeza e hizo a un lado su cuerpo completamente desnudo cediéndole el paso al vendedor.

-No, no acostumbro a pasar delante de las mujeres-, tuvo aliento para decir algo, sofocado, con el abrigo, la bufanda y el bolso aún en las manos.
-Pues sígueme- dijo ella y le pidió con dulzura que cerrara la puerta.
-¿Y el decodificador, dónde lo tienes?- rompió él inesperadamente para quitarle hierro al asunto y ganar tiempo y así recuperarse.
-Ese cacharro ya está funcionando. Ahora tienes que sintonizarme a mí.

jueves, 17 de enero de 2008

Desclasificando expedientes



Me recomendaron muy seriamente que no hiciera caso a quienes dejan notas insultantes en este blog, sobre todo si se trata de comentarios anónimos. Si uno gasta sus energías en responder a alguien que no quiere dar la cara, estará entrando en el mismo juego enmascarado del que venimos la gran mayoría de los cubanos, me han dicho. Y lleva razón mi consejero.
¿Para qué malgastar el tiempo, tan preciado en las sociedades altamente competitivas en las que vivimos los que nos fuimos de la isla?
Oídos sordos, aunque duela; esa es la clave para seguir adelante realizando lo que suponemos es nuestra nueva vida, abierta a los cuatro vientos y sin más censuras que las que traemos en nuestro paquete genético.
Sin embargo, hay a quien le cuesta soltar el lastre de la persecución, de la indagación viciosa provocada por los estados totalitarios que bien conocemos los cubanos. Incluso desde el exilio, o la auto deportación si se prefiere el término.
Unos porque llevan un policía vocacional dentro, y otros porque no son capaces de comprender el nuevo mundo que se les abre delante y arremeten contra todo por frustración.
Me reprochan, en no pocas ocasiones, que escondo mi pasado profesional. Como si fuera una intención de este que escribe borrar de un plumazo los casi cuarenta años vividos en un surrealista país, por chauvinismo llamado la mayor de las antillas, o la llave del Golfo.
Cuando uno emigra, viaja, se mueve de allí, se entera de que somos un punto pequeño dentro del mapamundi, pero, claro, para darse cuenta, o no, existe la relatividad de las cosas.
Esa manía de grandeza -¡ojo, que va bien para mantener alta la autoestima!- se refleja en la llamada blogosfera cubana, de la que un servidor forma parte, pero, lo confieso, de verdad, solo me enteré de que entraba en un club con el devenir de los días, porque estas páginas fueron lanzadas al aire desde el principio elemental de publicar a ciegas, por primera vez sin censuras y sin pretender amoldarse a nada ni a nadie, excepto a mí mismo.
Revisando crónicas “viejas” me he dado cuenta de que sí he dicho que trabajé como periodista en Cuba, en el sector cultural. ¿Hace falta mencionar que fui plantilla del periódico Granma, órgano oficial del partido comunista de Cuba?
Por una razón de estilo supuse que no, pero ahora me doy cuenta de que el lector sutil, retorcido e intoxicado aún, exige ciertas credenciales. Como si haber trabajado en la prensa allí – en cualquier medio sería lo mismo de oficialista- represente un delito.
Supongo que lo importante, una vez dejado todo atrás –los buenos recuerdos no, por favor- sea renovarse o reinventarse, como diría mi mujer, atrapando nuevos espacios a sabiendas de que el universo es mucho más grande que cualquiera de nosotros. Por tal motivo, agradezco a la vida tener fuerzas para trabajar y poder pagar, por ejemplo, esta conexión, benigna, necesaria, intimista y a la vez plural.
Invito a los compatriotas que se marcharon de la isla y no han resuelto las trabas de identidad a que no paseen entre los fantasmas; de esos ya conocimos muchos y son contraproducentes.
No nos maltratemos más revisando el pasado malsanamente.
He puesto el perfil de mi rostro aquí y mis dos nombres para disfrutar de la libertad de expresión. Al mismo tiempo, que lo diga mi mujer, dejo mis huesos en un trabajo cualquiera para pagar los recibos del banco.
¡Ojalá en un futuro no muy lejano podamos acercarnos todos de verdad, sin tener que arrastrar el desencuentro paradójico de Internet!
Ese día habremos acabado con el dictador.

jueves, 10 de enero de 2008

Regalos



Los contenedores no daban abasto y el personal de recogida de escombrerías (como se nombra en catalán a la basura, ¡qué fino!) comenzó a odiar la navidad. Quien escribe estas líneas sintió aumentado su rechazo histórico hacia estas fechas; en primer lugar porque no lo educaron para tal ambiente, y, a la vuelta del tiempo, porque conoció la epifanía en la dura circunstancia de verse solo en una sociedad cerrada y profundamente egoísta. Este año me sumé, pues, al sentir de los recolectores de basura que trabajan con el material de desecho.
A saber:
Cajas de cartón de diferentes formatos y papel de envolver en cantidades industriales.
Una parte ínfima de estos desechos pasó por mis manos antes de llegar a su destinatario. En cada paquete que despaché se fue mi voz desgañitada por el esfuerzo de vencer la campaña de ventas sin traicionarme a mí mismo. Tuve tiempo de evitar el engaño, tan propicio en eventualidades como estas en las que se compra compulsivamente. Aprendí a envolver –algo tan sencillo- y a amarrar los bultos grandes con una cuerda en forma de asa.
Como la campaña es tan dura, y los viejos colegas de mi empresa lo han vivido, no pocos se escurrieron con una baja médica intencional. Y otros se marcharon para siempre. Se trabaja mucho, a límites inhumanos.
Los almacenes se vaciaron en pocos días, destilando un suspiro de alivio al quedar libres los pasillos por donde una vez pasó el hombre –y la mujer- cansado, derrotado, con la vista fuera de foco. Hubo pérdidas por hurto a discreción, aunque esta merma ya la tiene contada el dueño de todo este aparataje inmenso. El propio empresario tuvo que dejar sus cajas vacías, sus papeles de colores en el contenedor más cercano a su casa, y no me consta que sus paquetes hayan pasado por mis manos.
En el descalabro vivido el último mes, transité por barrios de Barcelona rellenando plantillas flojas de personal, como un sujeto itinerante que va dejando su mirada solamente contemplativa porque no hubo tiempo para más, excepto para labrar un par de amistades que se recolectan junto al peso de las horas.
Vendí muchas cámaras de fotografía digital destinadas a niños de entre cuatro y ocho años. Máquinas de alrededor de cien euros. Esto me pareció una aberración.
También innumerables marquitos digitales, lo que consideré el regalo más popular de este año. Y aquí me gustaría detenerme.
¿Hasta dónde hemos llegado con el marco digital?
A sustituir el tradicional soporte de la foto fija, la que acompaña nuestra estancia, por un aparato multimedia que va pasando fotogramas con una frecuencia predeterminada e incluso con música “de fondo”, hasta completar un álbum familiar o estrictamente personal. Me parece el colmo de la cursilería en materia de nuevas tecnologías; sin embargo, sé que lo cursi es sustancia vital en el mundo contemporáneo, y, por qué no, es también libertad de expresión.

Vendí muchos marcos digitales, por tubería, con sus respectivos mandos a distancia. Algunos modelos con el encuadre intercambiable para no aburrirnos del color, del esmalte, del tono mate.
Y algo que me partió el alma ha sido el enredo que ha provocado el TDT en los ancianos. A muchos, sus congéneres, les regalaron un aparatito decodificador de señal para las navidades. Se acerca el “apagón” analógico –todavía falta, no hay que alarmarse-, y los pobres yayos están liados con la nueva era digital. Se vendieron como churros los cacharritos éstos, también con su mando a distancia.
El resultado, a nivel de barrio, donde me encuentro ahora (no voy a mencionar el lugar por razones de seguridad y estilo periodístico):

Tenemos diariamente decenas de abuelos en la tienda para pedirnos que les sintonicemos el TDT. Y nosotros, con pena, declinamos la ayuda. No está dentro de nuestro contenido de trabajo. La pregunta que se desprende de todo esto es por qué sus descendientes no le dedican un mínimo de tiempo a instalarles el decodificador.
A la tienda nos llegó una señora bastante mayor, de esas que a una legua se les nota que han trabajado durísimo toda su vida, que han criado seis o siete hijos, en los tiempos de la posguerra, que vinieron a la Cataluña próspera a tirar sus energías hacia delante, y nos pidió con la mayor confianza del mundo que le explicáramos en qué consiste la “televisión vegetal”.
Se refería, en el supuesto de nuestro oficio psicoterapéutico, cándido y socio-lingüista, a la televisión digital.




Notas:
1. Por contagio mercantil, el trasiego de género me llevó a autoregalarme un electrodoméstico de la tienda (ver en la foto) que no tuvo tanto éxito de ventas, pero que a mí me encantó desde el primer día. Se trata de una radio con look retro, inspirada en los años 50, que pagué sin descuento -¡qué vergüenza de empresa!- para compartirla imaginariamente con mi padre.
2. Desde Argentina me escribe una amable lectora para indicarme que no se aclara arriba qué cosa es el TDT. Lleva razón: se infiere solamente. Estas son las siglas de la Televisión Digital Terrestre. Gracias a Marcela.

domingo, 6 de enero de 2008

Escaleras al cielo (con permiso de Led Zeppelin)



Este año tuve la primera cabalgata de mi vida. No es un sentido figurado: me refiero al desfile de los Reyes Magos por las calles de Barcelona. Paseo equino taponado por unos camellitos de verdad. Y, entre séquitos, unas máquinas barredoras del ayuntamiento que iban succionando el excremento de los caballos. Y el de los camellos, supongo; aunque no estoy muy seguro de si los jorobados cuadrúpedos excretan tanto como los otros. Lo cierto es que me quedé con la duda de las barredoras. ¿Formaban parte de la revista para anunciar que Barcelona es la ciudad más limpia del mundo –un posible lema de la Generalitat- o es que los operarios de limpieza se iban de jolgorio acto seguido y no podían pasar el escobillón después de la parada de Reyes, o es que, como mismo una carroza anunciaba la Coca-Cola, las barredoras promocionaban a BCNeta, la empresa encargada de cepillar la ciudad?
¿Y la banda de música al galope? ¿Acaso, contando solo con dos manos, no es prácticamente imposible llevar la rienda del animal, sostener una partitura y accionar los pistones de la trompeta al mismo tiempo? Pero los jinetes, más de cuatro, lo lograron, sin que ocurriera accidente alguno, al menos en la concurrida intersección de Sepúlveda con Villarroel, donde encontré a los Reyes de casualidad.
Mientras esperábamos el paso de la tropa, poco a poco me fui ganando la confianza de una joven madre que había llevado no solo a su pequeño, sino además una escalera de aluminio en la que el vástago se encaramó desde muy temprano, y, desde las alturas, el niño pescó infinidad de caramelos y rozó los dedos de los Reyes. Como soy un neófito en el asunto, humildemente pedí información a la madre sobre la secuencia de los hechos, sobre la iconografía de la comparsa. Y me enteré de muchas cosas. Tuve deseos de escribir una carta urgente pidiendo a los Magos que me acercaran este año a mi familia, pero no tenía lápiz, ni papel, ni un sobre para envolver la misiva. Aprendí, sin embargo, una cosa nueva: no importa la edad que tengas para comenzar a soñar. El niño de la escalera de metal podía ver el desfile desde su balcón, pero él quería tocar todo lo posible, quería ser partícipe de un pasacalles excepcional que, sin saberlo, encadenaría una secuencia de ilusiones ópticas que, a su vez, daría pie a desarrollar su imaginario personal. El día que descubra que todo era una farsa, tendrá edad suficiente para bajar él solo con su escalera, o quedarse voluntariamente en su balcón, y no le reprochará a la madre el ardid, porque él mismo se dará cuenta de lo que significa tener esperanzas.
Los niños de mi generación, en Cuba, jamás escribimos cartas a los Reyes Magos. Nos lo torcieron todo a cambio de un sistema aparentemente más justo y también más estandarizado. Un sistema pragmático. Los juguetes, como diría el cantor, nos venían solo una vez al año. Nos venían de China, y nos jugábamos en ellos la lotería. Era un sorteo que se realizaba en cada circunscripción, un bombo administrativo en el que se juntaban todos los números de las libretas de abastecimiento (cartillas de racionamiento) y, en dependencia de tu suerte, podías rifarte un puesto “alto” o uno “bajito”. Nosotros, en casa, éramos dos hermanos, de manera que al final de la contienda teníamos seis juguetes en total: tres por cabeza. Tenías derecho a un juguete llamado “básico”, otro “no básico” y el “adicional”. Este último, por lo general, era una caja de bolas (canicas). Pero mi hermano y yo, que en más de una ocasión nos halamos los pelos porque a los pocos días del sorteo nos aburríamos invariablemente del “básico” que nos tocaba, jamás tuvimos una bicicleta, que era la reina, o, en esas fechas, el rey de los juguetes. Con lo máximo que tuvimos que conformarnos fue con unos patines de cojinetes que duraron una eternidad.
No me arrepiento de ser ateo, pero, lo confieso, de niño me hubiera gustado más el sistema de las carticas, el paseo esperpéntico, el trote hípico a la vista, aunque hubiera sido sin barredoras simultáneas. En mi isla, siendo tan mestiza como es, todos los años hubiéramos tenido una cara nueva en el personaje de Baltasar. En Barcelona aún escasean los Reyes africanos.

(Enero 2006)